31 de diciembre de 2013

No, no tardaré mucho

Esta es la última página de este cuaderno. Después de cinco años y ocho meses, este blog se termina. Y le estoy agradecido, muy agradecido. Me ha dado más de lo que pude imaginar cuando lo inicié, procesos que siguen vivos y avanzando, lugares que no conocía, muchos conciertos y voces inolvidables.

Hay un segundo cuaderno sobre la mesa. Se llama Los lugares y los días. Continuará la exploración de los lugares que siempre están en evolución.

7 de octubre de 2013

El peral y la gineta

Uno
Recordé el poema de Bernardo Atxaga sobre el erizo.
También la gineta salió de la noche llena de agilidad y belleza, la cola gris y negra, todo el cuerpo ondulante, un verdadero galgo del bosque, toda la evolución en la perfección de unos ojos capaces de ver en la oscuridad con una mirada curiosa e inquietante. Pero cuando intentó cruzar al otro lado y se encontró con la carretera, tampoco ella identificó las luces del coche, ni comprendió el giro que daban para intentar evitar un sonido tan leve como el de los huesos huecos de los pájaros. Como el erizo de Atxaga, no se dió cuenta de que iba a morir.

Dos
Una de las imágenes más tristes que puedo imaginar es la un árbol que es cuidado en cada estación y del que nadie recoge la fruta que él elabora con minuciosidad. La fruta abandonada en las ramas es como un diálogo sin completar y por el que uno ha hecho un largo viaje.
Así que esta tarde, con un sol de otoño, recogí de las ramas de un viejo peral doce pequeños frutos maduros que llevaban ya algunos días esperando el calor de las manos.

Es posible que el único que puede evitar la llegada del olvido.

Te doy las gracias por algo que no sé lo que es. Ni tan siquiera sé quien eres.

14 de septiembre de 2013

Un cortafuegos en el mar

Dijo que no importaba, que algunas cosas aún tenían solución. También me dijo algo sobre la edad. A nuestro alrededor un país ardía en llamas. Como ahora mismo.

El fuego ascendía hasta lo alto de los árboles, triunfante, y luego saltaba muchos metros más allá en medio del sonido de cristales rotos.

No supe qué hacer. El fuego cruzó el río, saltó sobre al agua burlándose y se apoderó de los árboles que estaban creciendo.

Cerré las ventanas. El plástico del exterior se derretía con el calor.

El día anterior había escuchado con atención la música de Heinrich Ignaz Franz von Biber, en especial la Passacaglia para un violín solo, la conocida como El ángel de la guarda.

En una hoja copié a mano un texto: Mi patria es todo aquello que recuerdo. No es algo físico, sino mi memoria, lo que tengo en mi cabeza. Es de Anselm Kiefer.

Y busqué palabras sueltas: Es todo aquello (fue lo que encontré).

Pensé en los cortafuegos: hombres encendiendo fuego en dirección contraria a las llamas. Creí en ellos durante algunos momentos.

Una vez
en la carretera, paré el coche y fotografié el mar cuando estaba rojo. Pronto estará negro, caerá la ceniza, arderán las piedras.

Podría buscar aquella imagen. Recuerdo que había un palo de madera en mitad de la playa vacía. Las olas se ponían rojas, también algo del cielo. Y comenzó a llover a través del calor. Dormitabas en el asiento.

Si la encontrara, tal vez, se podrían ver las copas de los árboles aún intactas.

Las señales de los árboles desaparecidos, una ciudad entera por la que corren borbotones de savia y raíces, todo, reducido a puntitos negros, volátiles, ceniza. También leí que la ceniza es la raíz de lo cantable (más o menos unos versos de Paul Celan).

(Siempre se dice eso).

¿Sabes una cosa?
buscaré aquella imagen y la enfrentaré al fuego, tal vez se convierta en un cortafuegos. Aunque no tengo demasiada fe.

Solo creo en el diálogo con las pequeñas voces, apenas inaudibles, a veces pura ceniza, pero a las que hay que atreverse a escuchar y con las que hay que hacer algo. Acariciarlas a pesar de que solo son una forma de energía. Intentar que el fuego no atraviese la carretera.



11 de septiembre de 2013

060206

Seis de febrero,
¿es el ave del final del invierno
o estuvo aquí durante los otros meses del frío?
Las cuatro menos cuarto
de la tarde. También una cigüeña

10 de septiembre de 2013

Digging

Entonces llegó el autobús y se detuvo frente a unos topes de cemento manchados de aceite. Aquello era una parada en mitad de un viaje largo.

Se bajó con los demás y apenas tuvo que caminar dos pasos para acercarse a la pared. Sacó del bolso un gran teléfono móvil que tal vez era una pequeña tableta. Con las dos manos lo levantó a la altura de los ojos mientras sostenía un cigarrillo en la boca y fotografió el nombre de la estación. Luego se dejó ir entre el grupo de viajeros mientras tecleaba algo. Todo fue muy rápido.

De pie en aquel andén, pensaste que en pocos segundos sus seguidores sabrían donde estaba a esa hora del día. Un día cualquiera.

El embrutecimiento.

Subiste hacia las fuentes, muy arriba, cerca de las piedras bajo las que corre el agua que no se ve, terrosa y cálida. Y al deshacer el camino, río abajo, supiste por la radio del coche que el poeta Seamus Heaney había muerto ese mismo día. Viernes treinta de Agosto. Tenía setenta y cuatro años.

A Seamus Heaney le debes agradecimiento por todo lo que has recibido de sus escritos. Te gustaría inclinarte ante él con silencio. Copiar a mano alguno de sus poemas.

Entre el índice y el pulgar
descansa la pluma gruesa, grata como un revólver.

Bajo mi ventana, el claro raspar
de la pala que se hunde en tierra arenisca:
mi padre, que cava. Observo desde arriba
el esfuerzo de su trasero entre las plantas;
se dobla, y se yergue veinte años antes,
agachándose rítmicamente entre hileras de patatas
donde cavaba.

(...)
Pero yo no tengo una pala con la que seguir
a hombres como ellos.

Entre el índice y el pulgar
descansa la gruesa pluma:
cavaré con ella.

Cavar. Es el primer poema de su Antología Poética editada por el Instituto de Cultura Juan Gil-Albert en 1994. Al año siguiente recibió el Premio Nobel de Literatura. Entonces supiste de él y empezaste a leerlo.

Heaney escribió un poema contra cualquier embrutecimiento: El zahorí. Y también un ensayo para conectar sus mundos emocionales con los de la escritura y la lectura: De la emoción a las palabras. Y muchos poemas sobre distintos nortes, el olor de la tierra, las deudas con los que nos precedieron o lo que no se puede explicar y se convierte en semilla.

Ese mismo día, en la carretera, había un cartel: Museo de Fauna Salvaje.

Y pensaste en lo que leíste en algún lugar: que deberíamos convertirnos, poco a poco, en seres más tiernos y más salvajes.

Ahora, a esta hora ¿a qué se enfrenta el ojo dócil y sin ternura del gran móvil o la pequeña tableta?

Escucha,
una canción escrita por Seamus Heaney:

Un serbal como una chica de boca
pintada. Entre camino y carretera
los alisos mojados se mantienen
distantes, gotean entre los juncos.

Hay las flores humildes del dialecto
y las perpetuas de tonos perfectos,
y ese momento en que el pájaro canta muy cerca
de la música de lo que acontece.

26 de agosto de 2013

060223

veintitrés de febrero
a media tarde comienza una lluvia intensa

24 de agosto de 2013

Por todo

¿Tú has visto cómo se hace el tejado de una casa?

Primero suben los materiales, uno a uno, y los colocan alineados y preparados para ser utilizados. Y después comienzan a tejer como se hace una colcha para el invierno, con agujas largas, con el rigor que exige luchar contra el agua.

Ni rastro del limonero, debieron cortarlo.

Siguen allí los caballos, aunque no los vi. También los pinos que hacían sentir la noche. Y las hojas de eucalipto en el suelo, sobre los caminos.

Estaba cerrada pero aún existía la piscina que hicieron para que un niño se recuperase de su parálisis. Nunca lo vimos. Todo sigue.

Nada es igual. Así que, más o menos, lo de siempre. Pero cada vez es diferente y cada vez el dolor apunta a una parte distinta del cuerpo.

Esta vez, tardé veinticuatro minutos en hacer ese chequeo. Después volví a la carretera principal, la que no se sabe adónde llega.

16 de agosto de 2013

060301

uno de marzo a las ocho y veintiuno de la mañana
un pequeño grupo de aves migratorias vuela hacia el Pirineo
están de vuelta
tal vez sean las primeras

13 de agosto de 2013

060306

seis de marzo
a las once y media de la mañana dos grandes bandadas de grullas volando

regresan

12 de agosto de 2013

060317

hoy
por primera vez en esta primavera
me doy cuenta de que los árboles del borde de la carretera están floreciendo
diecisiete de marzo
anochece
los coches ya llevan las luces encendidas

11 de agosto de 2013


10 de agosto de 2013

Ojos que brillan entre las hojas

Imposible verlo, pero vive en esa espesura.

Su territorio de tigre es esa piel cruzada por los colores de la selva, donde todo es peligroso y es imposible agarrarse a nada: si algo te alcanza, lo mejor es desandar el camino y hacer que la astilla salga en la misma dirección que entró.

Pero hay tiempos, breves, en que una línea de luz atraviesa la vegetación densa haciendo que los ojos brillen entre las hojas. A veces eso ocurre delante de tu mirada, cuando no tiene sentido escapar y solo un encuentro sin refugios, y si hay suerte, te puede permitir seguir viviendo.

Hoy es una fiera. Mañana verá su salto
escribe René Char.

Es posible que unos versos sean el machete para sobrevivir al tigre. En realidad lo que diferencia de los otros su gran bosque es un ligero temblor que sufre el cuerpo al entrar y perder, al instante, las referencias. Una especie de descenso por la parte inferior de un iceberg que, sin embargo, tiene la textura de los grandes árboles y corta como un colmillo.

Decidido a no retroceder frente a lo que intuyes que es uno de los últimos y más definitivos diálogos, lees otra vez las líneas cortas de René Char:

Todo lo esencial que cumplamos desde hoy, lo cumpliremos a falta de algo mejor

Sientes que también él olfatea el viento: intenta distinguir el lugar por donde llegarás hasta ese pequeño claro. Ya no es posible volver atrás. Y, si hay camino, pasa justo al lado de los árboles desde los que te observa.

8 de agosto de 2013

060408

ocho de abril
en el área de descanso de la autopista 
no hace mucho
que alguien dejó unas flores muy pequeñas sobre el hormigón de la mesa

7 de agosto de 2013

Construir una presa en algún país lejano

Escucho la Suite para chelo número 5 de Bach con unos pequeños auriculares. Y luego la número 6 para notar aún más el sabor del contraste. Las dos interpretadas por Pierre Fournier.

Comienza un giro lento de todo el cuerpo, una especie de orientación hacia algún otro sistema solar, si es que hay otro sol, como paso previo al inicio de un viaje por esos bosques de estrellas en los que no entra la luz.

Lejos, como si estuvieses construyendo una presa en algún país lejano. Tan lejano como la casa en la que crecí. Otro sistema solar.

Donde la navegación se produce también entre restos de basura cósmica: lo que quedó de otros viajes, otras expediciones, y frente a los que si quieres volver a casa hay que aprender a protegerse.

Y entonces entró la voz de la Gavota de la Suite número 6, justo cuando comenzaba a divisar el borde de las primeras estrellas encendiéndose en una oscuridad que parecía atraer hacia sí todos los viajes en los que se va construir una presa. Estrellas altas como árboles en busca de luz. Y un cuerpo no sometido a la gravedad.

(Si recordase los sueños, también podría soñar que en ese momento un avión aterrizaba en algún país lejano y que por delante había meses de cálculos y trabajo para construir una presa capaz de ofrecer un cauce a una fuerza que hasta entonces parecía salvaje).

4 de agosto de 2013

060510

diez de mayo:
me parece oir el primer abejaruco,
estoy limpiando la casa y no lo consigo ver
debió cruzar sobre la terraza

2 de agosto de 2013

Temblaba al pensar

Osnat guardó silencio. Pensó que la crueldad abunda mucho más en el mundo que la compasión y que hay veces en que la propia compasión es una forma de crueldad. Luego le tocó a la flauta tres o cuatro melodías, se despidió y se llevó la bandeja con la cena que Martin apenas había tocado. Pensó que la crueldad está profundamente arraigada en nosotros y que incluso en Martin había una buena dosis de crueldad, al menos hacia sí mismo. Sin embargo, le pareció que no tenía sentido discutir con él, ya que se sentía bien con sus creencias y era una persona que no le hacía daño a nadie, y que al parecer no lo había hecho jamás, al menos a propósito. Osnat sabía que Martin se estaba apagando. Habló con el médico y este le dijo que no cabía esperar ninguna mejoría, que cuando le faltase la respiración habría que trasladarlao al hospital. Leah Shindlin, del comité de salud, propuso quitar a Osnat cuatro horas semanales de trabajo para que pudiese cuidar a Martin, pero Osnat respondió que ella lo hacía por amistad y que no era necesario que la gratificase por eso. Los ratos que pasaba por las tardes en compañía de aquel hombre enfermo, las breves conversaciones, sus muestras de gratitud, el mundo de las ideas y de los pensamientos que exponía ante ella, todo aquello lo valoraba mucho y temblaba al pensar en que esa relación podía acabar en unos cuantos días.

(Amos Oz, Entre amigos)

1 de agosto de 2013

060515

quietos
volando a ráfagas
los dos primeros abejarucos.
Son las tres y treinta y nueve de la tarde del quince de mayo,
voy en el coche. Aquí están,
como otras veces

por fin

31 de julio de 2013

La crueldad

Miras el tranvía desde el interior de una luz que parece opaca. Lo escuchas más que lo ves. Hay humo en el cielo, poca gente en las aceras, es casi verano. No se ve el sol.

Eres dueño de una pequeña nota manuscrita que coserias al interior de tu ropa como si fuese un salvoconducto: hay una mujer que compartió con él unos pocos años, parece que felices, en un  lugar que ni encuentras en el mapa. Vive en otra ciudad, aún está viva.

Quieres desaparecer de ese restaurante, abrir no se sabe que ventana, que habitación, que casa, entrar en otro lugar. Piensas en lo que has leído por la mañana: personas con paciencia, inseguridades y compasión.

Al fin das con la estación de tren para viajar a Tomsk, muy lejos de donde ahora estás. Duermes en un asiento incómodo pero puedes encender una lamparita cálida con la imaginación, incluso cenar con un amigo en un vagón que no existe. Compruebas a cada rato que la inscripción cosida en tu ropa permanece en su sitio, un nombre y una dirección son un mapa completo del mundo.

V. es una mujer alta y con unos ojos azules pequeños, con el pelo muy corto y un vestido de flores violáceas que le llega casi hasta los pies. Es muy mayor y camina con cierta dificultad, también con mucha elegancia. Es una mujer hermosa y te gustaría decírselo pero no te atreves. Habla un poco tu idioma, lo aprendió mientras vivieron aislados cerca de un lago interior, lejos de todo, asegura.

He hecho cosas a medias, pero al menos las he hecho, te dice. No sé que siento ahora que se aproxima el final, todo es una mezcla y nada permanece mucho tiempo, salvo la ternura y la dedicación que nos dimos en esos pocos años. Por la mañana, en mitad de un frío polar, dormíamos hasta muy tarde. La casa estaba fría y no había nada que hacer, solo permanecer juntos y observar las dos estaciones (nunca hubo cuatro) que se alternaban en aquel lugar. Pero a la noche, luego de horas con el fuego encendido y la casa caliente, no encontrábamos el momento de irnos a domir. Hablábamos tanto como callábamos.

Un día salimos a caminar y nos perdimos en el bosque. Buscábamos el lago, una orilla, y solo había árboles sin hoja. Tardamos en encontrar la salida. A veces cocinábamos durante todo el día y lo que no éramos capaces de comer lo sacábamos a un pequeño cobertizo para que el frío lo congelase rápido. Muchas veces, sin rozarnos la piel, nos besábamos.

Los dos teníamos un largo pasado, familias extraviadas en algún lugar. No éramos jóvenes. Pero también nos gustaba pensar que todo acababa de comenzar y que cuando desapareciese la nieve y se abriese el camino nos iríamos de allí aunque sin saber adónde. Yo tenía una foto de la Piazza San Marco de Venecia y le pedí ir juntos. Me dijo que sí.

La casa en que vivía era un pequeño piso de alquiler. Estaba en Tomsk porque allí vivía una de sus hijas, parte de aquella familia extraviada de la que me hablaba. Apenas se veían.

V. movía las manos en el aire y todo su cuerpo se desplazaba años atrás. A veces se levantaba para explicarte algo y entonces las flores de su vestido se agitaban como si hubiese entrado el viento. La casa olía muy bien, olía a madera. Y de pronto, sus ojos muy firmes en ti. Unos segundos después dijo que quería pedirte algo: había una música que ellos habían disfrutado juntos muchas veces: le gustaría escucharla ahora contigo.

Cuando la aguja bajó al disco, y mientras parecía observar los primeros sonidos, acercó su silla y te cogió la mano con mucha firmeza. Tu mano era el hilo del tiempo, aquella habitación luminosa una tela de araña laboriosa y también cruel.

No sabes cuanto duró la pieza, tal vez seis o siete minutos, puede que una hora. Era una música preciosa, una especie de lamento con aires de danza ceremoniosa, lenta. Pensaste en una imagen que habías visto hace años en otro país: la luz de un láser escribía un nombre sobre una plancha de acero.

La abrazaste en silencio, luego dijiste gracias. Aquello era mucho más que la información que venías buscando. Sentiste que podrías quedarte a cuidarla, incluso llevarla a la Piazza San Marco. Cuando se levantó y salió de la habitación copiaste en tu libreta el título de la música: la Sonata Seconda de Johann Heinrich Schemelzer, un músico del que nada sabías y una pieza que no has querido buscar, solo recordar.

Imposible comprender cómo pudiste abandonar aquella casa sabiendo que tú eras la única persona capaz de eliminar la crueldad de aquella tela de araña, que escuchaba cada día a Johann Heinrich Schemelzer como si el camino se acabase de abrir.

21 de julio de 2013

060602

la primera gran cosechadora que me cruzo por la carretera,
dos de junio a las nueve y veintiséis de la mañana
el trigo ya estará casi listo

20 de julio de 2013


19 de julio de 2013


18 de julio de 2013

060603

a las doce y treinta y seis del tres de junio
una abubilla cruza la carretera muy cerca del coche. Es sábado por la mañana,
regreso de hacer una compra de comida

15 de julio de 2013

060608

ocho de junio
mojar las alas de un insecto mientras intenta escapar del agua
es una señal de que la mañana no ha ido bien

14 de julio de 2013

060627

veintisiete de junio
hay tormenta
y un helicóptero sobrevuela las afueras de la ciudad
mientras estoy parado con el coche frente a un semáforo.
Voy de regreso a casa
hoy es el final de otra página del libro de los acontecimientos

Los hechos y los días

Nada que ver con un diario, aunque el día, la hora y hasta los minutos sean importantes.

Tampoco con las notas de campo de un naturalista (que no soy).

Los hechos y los días es la nueva etiqueta del blog para unas anotaciones breves, escritas casi siempre mientras voy de un lugar a otro, muchas veces en el coche, y se produce un encuentro con un pequeño acontecimiento que, de una forma que no sé explicar, es capaz de transformar el interior de ese mismo día.

La mayoría de las anotaciones están hechas entre 2006 y 2002. Cuatro estaciones. Cuatro años de encuentros en esa línea imaginaria circular en la que caminamos, por ejemplo, junto a los insectos que no solemos apreciar.

10 de julio de 2013

Un objeto es un proceso

Caminando por una preciosa ciudad de Portugal

y en el escaparate de una libreria un título de un autor que no conozco:
O mundo é tudo o que acontece
(de Pedro Paixao)

Me detengo, anoto el título en la libreta
esas siete palabras tienen la forma de una columna vertebral.

Días después, o días antes
leyendo a John Cage (la lucidez extrema, la única que desarma, me parece la de John Cage):
no se trata tanto de objetos como de procesos, y no existirían objetos si no hubiese proceso total, también el proceso que es cada objeto.

Ahora, ya puede terminar, o comenzar, la noche.

9 de julio de 2013

El olor de una guerra

Pensabas en la guerra.

Te sentaste en el borde de la cama mientras seguías pensando en las escenas que jamás habías tenido delante. Lo peor era aquel olor de los cuerpos ardiendo.

Sentado y en una habitación sin ventana, recordaste la escena de Apocalypse Now, cuando suena la música de The Doors.

Todas las partes contra todas las partes, y en la mitad de la selva, nada. Volviste a escuchar The End tan alto como te dejaban los oídos. El protagonista que gira en la habitación con esa música combate en Vietnam, también contra él mismo.

Pero tú pensaste en África y en las guerras que conociste allí. Sentado en el borde de la cama, solo, con los oídos ardiendo: Mozambique fue la peor. Algunos hombres enterrados vivos, el miedo, el miedo atroz inyectando parálisis en todo el cuerpo.

Pensabas en la guerra.

Un día por la mañana ya no estabas. Nunca más regresaste. Allí comenzó la barbarie al tiempo que la mayor de las ternuras. Volviste a escuchar The End, casi trece minutos de ascenso al volcán, más tiempo del que tardaria la lava en sepultarte y transformarte en algo desconocido, tal vez en piedra, otra parte de las emociones. Roca pura.

Pensabas que lo peor es el olor. Y no tenerte.

7 de julio de 2013

En un asombro perpetuo

Era tarde, hacía menos calor, apenas pasaban coches ya. Te tumbaste en la cama, no podías dormir. Apagaste la lámpara. Aún faltaban varias horas para que regresara la luz. Había que esperar.

De pronto sentiste que querías escuchar su voz, saber cómo era su voz: la de quien escribe sobre la facilidad con la que olvidamos las voces. ¿Recuerdas cómo era la voz de tu padre?

Esa escena ya se había producido alguna otra vez. Así que te levantaste y fuiste al ordenador, no es difícil escuchar palabras dichas por alguien. Otra cosa es saber, estar cerca, del tono de su voz.

Llevas días leyendo, estudiando, el Tercer libro de crónicas de Antonio Lobo Antunes: Hasta hoy he vivido en un asombro perpetuo. Y todo sigue empujándome hacia la vida, escribe.

Lo dice quien trabaja para entrar, tal vez para meter algo de luz, en las zonas más oscuras (su admirado Ernesto Melo Antunes caminaba con una linterna mientras los atacaban en la guerra de Angola: es que a veces quería morirme, dijo más tarde cuando le recordaron su valentía como oficial).

Escuchaste, una y otra vez, palabras dichas por Antonio Lobo Antunes. Y su voz: El cielo está en el fondo del mar. Piensas en la voz de tu padre y te vienen sus gestos, su sonrisa, sus manos. Y acude el mismo temblor que leyendo esas páginas.

Solo sientes eso que es anterior a las palabras (así lo dice Lobo Antunes), las emociones que agitan nuestro fondo marino, en sus páginas y en las de Amos Oz. Para todo lo demás... (para la mayor parte de todo lo demás)... queda la palabra ingenio, lo ingenioso, a veces los malabarismos. Imbecilidad pegajosa cuando pensamos que vamos a morir (pocos versos tan ciertos como el famoso de Gil de Biedma: la vida va en serio).

No conoces mejor libro sobre teoría de la literatura, sobre teoría estética, sobre psicología también, sobre lo importante, que las crónicas de Antonio Lobo Antunes. Ahí está todo, pero sin la grandilocuencia de los ensayos, sin ninguna separación ni clasificación. Las palabras creando el entramado de capas que dan forma, oculta, a lo que realmente importa. Nada es lo que parece y todo es importante. Y que difícil (y valiente) es trabajar para ponerle palabras a eso.

Las palabras que tu padre no decía, pero dibujaba con su silencio y, a veces, con su alegría. No le gustaba el calor, por eso viajaba por la mañana temprano. No se podía decir que viniese a desayunar, pero a esa hora llamaba a la puerta. Era su manera de explicarte, sin una sola palabra, que te echaba de menos.

Nada tan asombroso, tan radical, tan revolucionario, tan cierto como escuchar y sentir un temblor, como cuidar los espacios por los que pasará, por los que podría pasar, si cae en ellos como cae un rayo en una ventana abierta y atraviesa toda la casa. ¿Cómo es la voz de un temblor? Y todo lo que queda de vida para investigarlo.

19 de junio de 2013

Esta breve luz

Cuando cruzas el puente, mientras el coche avanza sobre el vacío, giras un poco la cabeza para poder ver otro puente paralelo.

Muchos días con los párpados bajados, lanzando las manos al vacío para buscar los límites, a veces las paredes, y saber dónde estás. El tacto es más fiable.

Pero de pronto, en la librería, el Tercer libro de crónicas de Antonio Lobo Antunes. Y todo lo demás desaparece, el río se lo lleva. Al instante, como un rayo, puedes entrever que El cielo está en el fondo del mar.

Una descarga de luz que parece colocarlo todo en su lugar.
Pero hay otras: Deberían llover lágrimas cuando pesa mucho el corazón.

Una mujer está muriéndose en un hospital. Sabe que se muere, no es muy mayor. Hace un verano que os invitó un domingo a su casa a comer, al sol, bajo el viento que venía del mar. Y hoy su hijo intenta acercarse a ella y acompañarla, sin saber cómo.

Es posible que los dos estén perdidos. El océano más profundo con su oleaje de color verde oscuro. Deberían llover lágrimas cuando pesa mucho el corazón.

Hace unos días leíste unos versos de Catulo:

Los soles pueden ponerse y salir de nuevo. 
Pero para nosotros, cuando esta breve luz se ponga,
no habrá más que una noche eterna
que debe ser dormida
(los transcribe Julio Llamazares en su último libro)

Con los párpados cerrados, una mano agarra con delicadeza, con toda la fuerza posible, la sábana blanca de la cama de hospital. Nadie puede ver el gesto, no hay luz. Los párpados, bajo el peso del corazón, se cierran todavía más. Esta noche.

Ojos no transparentes, del color del musgo en los árboles antiguos. Es un título de Lobo Antunes.

Piensas en como es la luz en la oscuridad y buscas con todo el cuerpo la breve luz. Durante un instante, mientras avanzas sobre el vacío, ahora que los pasillos y las habitaciones hace horas que han apagado las luces.

1 de junio de 2013

Vivir con el enemigo

Estraste y tuviste que apretar varias veces la tecla del número 9 para que aquella especie de cápsula empezara a moverse. Había treinta y siete teclas en aquel ascensor y todas parecían vivir sin luz. El edificio más alto de la ciudad. Un pequeño rascacielos rodeado de nieve manchada con la tierra de Vorkuta.

Solo en esa larga ascensión. Nadie más, nada. Y el sonido de las poleas.

La planta nueve era amplia y tal vez luminosa. Alguien que sabía que estabas subiendo te esperaba. Las mínimas palabras y con los gestos venga conmigo.

Frente a un armario de madera que iba desde el suelo hasta el techo, frente de un cajón con caracteres que no supiste descifrar, aquel ser pálido pero sonriente se volvió para mirarte y tuviste la sensación que también con gestos quería decir aquí es.

Pensaste que el sentido más antiguo que poseemos es el olfato, así que intentaste saber algo de aquel lugar. Olía a madera, había algo cálido en aquel archivo. Abrió el gran cajón y lo sacó hacia fuera, después se volvió a mirarte como queriendo preguntar si estabas preparado.

Al no hacer nada entendió que sí. Tú no sabías si lo estabas.

Pero antes de empezar quiso acercar una mesa cuadrada y la colocó frente al gran cajón y entre vosotros dos. Lo primero que sacó fue un sobre del mismo color que la madera. Y luego todo lo demás. No era mucho.

Durante el viaje supiste que aquella caja existía, pero ni te habías imaginado frente a ella. Cuando todo estuvo sobre la mesa, sin mirarte, aquel ser respetuoso retrocedió y se alejó, es posible que quisiese decir este tiempo es suyo, también la soledad en que se va a quedar.

Abriste el sobre y sacaste un pequeño legajo de papeles manuscritos, era una caligrafía preciosa y las palabras estaban escritas en un idioma que conocías.

Vivo con mi enemigo, decía la primera hoja. Y una fecha. Salgo a la calle y ya no sé si sabré volver a casa. No quiero dejar de salir porque quiero poder regresar. Pasaste los dedos sobre las letras y la tinta se movió.

Luego una caja azul y dentro algunas fotografías, pocas. Una mujer desnuda mirando a través del cristal, la espalda en sombra, el pelo largo, parecía tranquila. No sabías quien era.

Te sentaste. Había una pequeña acuarela hecha con tanto esmero y cuidado que parecía un icono. Te hubiera gustado acercarte más y olerla, inclinarte ante ella, rezar todo lo que sabías, acariciar aquella planta dibujada junto a un mantel y una mesa tras una comida. Quizás un día feliz en el que apetecía dibujar después de comer y de beber. Dibujaba bien, seguía haciéndolo desde su indiferencia.

Había un pequeño billete de tren del país del que venías, un billete a la ciudad. Y un tosco juguete de madera. Y dentro de una caja los pétalos caídos de una planta que había florecido y entre ellos las alas de una libélula. Habrías esperado encontrar cartas, escritos, pero sobre todo había objetos.

Hacia semanas los cuidadores te habían dado una anotación suya, hablaba de una caja en la que había depositado, decía literalmente, los objetos del amor, de las historias de amor, pero no solo las que ocurren entre las mujeres y los hombres sino también las que suceden, así estaba escrito, entre las personas y las piedras.

¿Qué se podía hacer ahora con esa caja?, ¿qué se puede hacer con esas cajas? Estuviste tentado de sacar la cámara y fotografiarlo todo, pieza a pieza. Pero retrocediste a tiempo y no lo hiciste, y te alegra haberte dado cuenta que frente a lo que no se puede descifrar hay que saber callar para permanecer cerca, acercándose.

Luego un papel, doblado por la mitad, con la dirección de un hotel lejano. Y al desdoblarlo encontraste una lista de nombres para alguien que pronto va a nacer. Allí estaba tu nombre.

27 de mayo de 2013

El gamelán de la isla de Java

En un extremo del jardín crece una planta que lanza sus pequeños brotes verdes hacia el vacío. Parecen irradiaciones sin sentido y luchan durante días, milímetro a milímetro por alcanzar algo que siempre está lejos, al tiempo que su propio peso las inclina y aleja de algún lugar firme. Siguen en el vacío.

Pero hoy, una de ellas alcanzó la pared y rápidamente comenzó a disponer sus filamentos sobre el cemento. Parecía entregada a descansar y luego a ascender hasta el final del muro, tras el que vuelve a haber más vacío.

Los filamentos de los seres vivos.

Puse en práctica una costumbre que aprendí en la Trapa: cavar en una esquina del jardín la fosa en que me habría gustado ser enterrado si es que moría en aquel lugar. Acto seguido la bendije con un sencillo ceremonial. Hice esto mismo en todos los puntos del Sahara donde viví. Ver mi propia tumba y pensar en mi muerte me ha ayudado siempre a vivir mejor: más intensa y conscientemente,
escribe Pablo d'Ors en El olvido de sí.

Es difícil ver los filamentos a plena luz del día. Por la noche se aprecian mejor. Tal vez porque es el momento del día en que ya nada cabe esperar, todo está terminado o nada más puede hacerse. Unos instantes que no son de descanso sino de entrega, apenas iluminados, igual que la llama de todo lo que es frágil, tan decidida a cruzar el vacío.

A veces, por azar casi, en un bar de alguna ciudad, por ejemplo hace unos días.

Entras a comer algo, lo que quede. Y, de pronto, aquel ambiente de ruidos hostiles se transforma en algo cálido, simplemente porque ese es el único lugar. Además los camareros son amables y además hay comida. Así que no hay prisa y puedes sentarte en una mesa, casi a la medianoche, a leer el periódico del día, ya casi pasado. Es cierto que las hojas están sucias, pero la concentración permite que aún huelan a tinta y que parezca una mañana radiante.

Georges Moustaki ha muerto hace un día, lees. Apenas lo has escuchado pero sientes una cercanía cálida hacia él: da gusto verlo sobre esa motocicleta, en la fotografía. No sabes por qué pero Moustaki te recuerda a José Agustín Goytisolo y a Palabras para Julia, aunque en tu cabeza la imagen que tienes es la de Agustín García Calvo. Ya no sabes quién es quién.

Los bares nocturnos, solo aquellos que no tienen más pretensión que ser un bar perdido, son grandes lugares de paz, tal vez porque representan todo lo pasajero de ese tiempo compartido entre trabajadores cansados y gente que, por alguna razón, no está al calor de ninguna casa. En esos instantes todo está perdido y, sin hacer nada, obra el milagro: todo está ganado. No hay nada que ganar. Y ese umbral es algo cálido.

Después, al subir en el coche y adentrarte en la oscuridad, comenzó a sonar en la radio una preciosa música de la isla de Java.

13 de mayo de 2013

Vámonos a casa

Dijo:
vámonos a casa.
Y sonó con tal decisión, con tal sentido de normalidad, que durante un momento sentiste que había una casa a la que volver.

De un golpe seco la herramienta se hundió.
Pero con la tierra removida vino un ser hinchado y somnoliento, enroscado sobre si mismo, que aguardaba en la profundidad una señal sobre su nacimiento. Ciego.

Hay silencio. En la calle, en la carretera. No hay líneas en el cielo. Pero pronto habitaremos otros planetas y viajaremos hasta ellos en un disco de oro puro que girando sobre si mismo, y a altísimas velocidades, nos protegerá del riesgo de arder cada vez que salgamos de nuestra atmósfera.

Escuchas el último cuarteto de Shostakovich, el No. 15, Op. 14. ¿Cómo se llega donde está esta música?, ¿cómo sobrevivir cuando no hay nada más ya? Los seis movimientos están recorridos por la vibración del final, también por el instante previo al nacimiento. Cada sonido es una onda más profunda.

Después, querías decir algo pero no había nada en tu voz. Tampoco personas. Pero sí grandes troncos de árboles y también recuerdos, ganas de viajar contigo en un disco de oro, una rara nave espacial capaz de mecernos mientras atravesamos dentelladas de fuego.

Vámonos a casa

en voz baja sin prisa con urgencia salgamos de aquí desaparezcamos hundámonos junto a los seres que aguardan su nacimiento o desistamos para poder viajar lejos muy cerca.

Terminó la música.
Con esos seis Adagios del descenso regresó tu voz.

Y en la caída aún pudimos vibrar como los insectos nocturnos del calor.
Seguramente fue el rozamiento con el aire, o con la tierra negra.

Olores que tienen la precisión de un mapa.

1 de mayo de 2013

Una carpeta y una colmena

Tenía los dedos gruesos y amarillentos. Pero los movía con una elegancia y una precisión que no parecían de aquellas manos.

La punta de todos los dedos estaba manchada de un polvillo verdoso, casi amarillento, finísimo, que todo lo recubría. Lo podías ver porque estabas muy cerca, a su lado en la mesa. Era casi imposible saber si te había visto, concentrado en aquel ir y venir laborioso que lo asemejaba más a un insecto bondadoso que a alguien que había luchado en una guerra y que había matado con aquellas mismas manos.

En la sala no habría más de ocho o diez personas, o pacientes, o enfermos, o gente olvidada. En uno de los laterales una mujer alta y huesuda parecía buscar una música que había olvidado entre las teclas de un piano de pared, un instrumento viejo y bastante desafinado que también ella recorría con el orden de los insectos. Tocaba unos acordes y luego se detenía, bajaba la cabeza, cerraba los ojos y pronto volvía a abrirlos, iniciaba la nueva secuencia de movimientos como si aquella vez fuese la definitiva. Pero a los segundos la música se volvía a interrumpir y a nadie parecía extrañarle.

Pensaste que todas aquellas personas aceptaban lo que ocurría día tras día en aquella sala. Y que lo mejor que podías hacer, ya que nadie te pedía nada era observar y, aunque no pudiese apreciarlo, dedicar tu atención a quien habías venido a ver.

La mesa sobre la que apoyabas los codos tenía algo de parecido al estudio de un pintor. Había un bote de metal con una cola blanca que parecía la de un carpintero y había dos o tres pinceles y una botella de plástico, cortada por la mitad, con agua. El trabajo consistía en separar minuciosamente los pétalos de todas las flores que había en un plato de aluminio y luego pegarlos en una gran hoja blanca con aquella cola casi transparente. Así, una flor tras otra, en un movimiento que por sistemático y calmado llegaba a ser hipnótico.

Una de las cuidadoras, una mujer mayor con la que te conseguiste entender, te había explicado que esa era su tarea desde hacía varios meses: recogía del suelo las flores que las plantas habían dejado caer, las guardaba y clasificaba según un orden indescifrable y luego, de alguna manera, buscaba reconstruirlas sobre un papel, aunque con otra forma y otros colores, porque las entremezclaba.

Sabías que las tareas repetitivas siempre habían sido promovidas en los psiquiátricos, en los manicomios que recogían a los deshauciados de la pobre salud mental de casi cualquier país. Habías visto como los cuidadores les encargaban trocear minuciosamente periódicos hasta reducirlos a pequeños cuadraditos de no más de un centímetro de lado. Y también habías visto como, con esa actividad, la calma parecía ir llegando a los cuerpos angustiados y sin orientación. Pero nunca habías conocido a alguien que reconstruyese flores sobre una hoja en blanco como si estuviese tejiendo una planta.

Te pareció sentir también en ti la paz que produce la repetición. Todo lo que ocurría allí recordaba algo cíclico y básico. Durante una tarde, alguien buscaba algo en el piano mientras otro alguien construía una planta. La colmena trabajaba con precisión y constancia para elaborar la mejor miel: buscar las mejores flores, libar, ir y venir y esperar, sin saberlo, que alguien recojiese el fruto de todo ese viaje aéreo. Pero aquella miel no sería recogida. Las hojas blancas ya cubiertas se acumulaban en una estantería.

Pensaste en que solo quedabas tú con interés por seguir viaje junto a aquella carpeta. Y cuando volviste a mirar sus dedos te diste cuenta que aquel polvillo verdoso que los cubría no era otra cosa que el polen de todas aquellas flores, semillas que la cola blanca había unido a la piel.

30 de abril de 2013

Mapa

El mapa de los afectos se hace y se deshace en el agua oscura.
Observas el río y ves cómo se dibuja en esos brillos ondulantes. Es una corriente profunda, con árboles que ascienden a la superficie para que sus hojas crucen esa línea viva, plantas que se agarran a un fondo del que se sabe poco. Nada que ver con lo que debería ser: a cada segundo todo vuelve a existir como es en ese momento. Un mapa que no permite repetir el viaje. Mientras traza sus líneas, antes de acabar, ya las reforma. Abro el libro: Aunque es medianoche, el amanecer está aquí; aunque llega el amanecer, es de noche. Saber llegar hasta donde existen afectos con esa ondulación.

28 de abril de 2013

Una red difusa

Unas anotaciones sobre la mesa de la cocina, cerca del frutero y de todos los medicamentos. Una cocina que no conozco, un espacio luminoso y un lugar terrible:

Una red que nos soporta sin tocarnos, que apenas sabe nada de nosotros y aún menos nosotros de ella, que ofrece un soporte invisible bajo los pies. Algo sobre el peligro y el cuidado, cuando todo se transforma a la vez que es destruido. Una malla que tiembla en una agitación invisible: saltamos y caemos sobre ella, pero en realidad, existimos sin ella, a pesar de ella. Sobrevivimos porque nos salva la vida. Y también porque nos sumerge en ella.
Una red que nunca ha existido.

25 de abril de 2013

Hiziki

Al menos dí algo. Haz una señal. Sabré leerla, me he estado preparando para eso. Mi mayor aportación podría ser: estoy aquí, intento estar preparado.

Un día iba a escribir algo parecido, pero no era el momento. Pensé en la ambigüedad de los límites, en qué nos indica, por ejemplo, que el final de la calle tampoco es un final. Pensé en los bosques, en como se extienden, en los árboles creciendo en el borde de algo que también es bosque pero con otra luz.

Otro día pensaba que no merecía la pena enviar la carta que comenzaba a tener en la cabeza (eso puede ocurrir casi todos los días). Hasta que deja de ocurrir. Es necesario salir de una ruta que conduce, seguro, a una emboscada, la de los patrones fijos y repetitivos

Y así durante treinta y una veces. Nada era suficiente. Nunca era suficiente. Y, con esa especie de límite impuesto, los árboles se fueron quedando sin luz cada vez más adentro del bosque.

Hasta que llegó un sonido que balbucía algo que no podía ser entendido. Parecía otro lenguaje, pero era oscuro y también oscureció tu cuerpo. La voz perdió la complejidad de la música: no había posibilidad de nombrar. No había nombres pero sí objetos, no había palabras aunque el cuerpo estuviese cerca.

Al menos dí algo. Y no decías nada. Por dentro, en el mayor de los secretos, tal vez observases con impotencia como un planeta se interponía en la trayectoría de otro planeta. Y como la luz casi desaparecía. Sabré leer en el interior de tus ojos. Solo con tocarte. Escucharé.

Ictus es una palabra preciosa. Me recuerda la forma de un alga, una de esas plantas cuya raíz solo sirve para sujetarla a las rocas, una raíz a través de la que no se alimenta. Estoy preparado, pensaba. Me alimentaré a través de toda la superficie, no hace falta la raíz, como las algas. Hiziki.

Sentí que, desde dentro, pensábamos en esas dos palabras. A tu alrededor todo se movía a través de olas gigantes que no emitían ningún sonido. Los ríos se llenaban de agua salada y no tenían capacidad de empujar el mar hacia donde debe estar: la alta mar. Así que la mejor tierra fértil quedó cubierta por una fina capa de sal.

Allí no crecería el hiziki, porque necesita rocas y agua en movimiento, y mareas y olas, y animales que serpenteen entre ella. Necesita algo parecido a la alta mar pero cerca de la tierra.

¿Sabes? Cuando me hagas una señal viajaremos hasta donde haya hiziki. No está lejos. Es cerca de donde ahora tú estás. Lo recogeremos y lo dejaremos secar. Luego esperaremos, tal vez, a que se haga invierno. Y haremos unos caldos olorosos. Y todo el mundo sabrá que estamos juntos porque la señal será que huele a mar en el interior de los bosques.

Tras treinta y una medidas de algo que resulta innombrable, uno de los días que más despierto estaba, hiciste una señal. Fue suave y apenas se podía oir. Fue suficiente.

24 de marzo de 2013

Aeterna

De camino al concierto escuché en la radio del coche una historia que según creo es verídica y que se recoge en la película Todas las mañanas del mundo.

Trata de Monsieur de Sainte-Colombe, un violagambista francés del siglo XVII, que tras tras la muerte de su mujer entra en un mundo de dolor y tristeza que solo consigue apaciguar con la música. Construye una cabaña en un árbol para poder tocar horas y horas, muchas veces por la noche, y así no molestar el sueño de sus dos hijas pequeñas, es su manera de evocar una presencia que ya no está. Entonces, un joven músico, Marin Marais, busca la manera de acercarse al maestro y trata de ser su alumno, de aprender y conocer algunos secretos de la música.

En mitad de la carretera, tras Les Pleurs de Monsieur de Sainte-Colombe sonó otra pieza que de alguna manera dialogaba con ella: My Lady Carey's Dompe, interpretada al clave por Rosa Rodríguez Santos.

Y desde los primeros sonidos, supe que aquella música había venido para quedarse muy cerca. Desde que empezó a sonar no se ha podido alejar ni un milímetro de la piel. Es una pieza anónima del siglo XVI que, según parece, es el lamento por la desaparición de otra mujer.

Alguien camina con su dolor sobre las teclas de un clave. Una mano insiste en una repetición casi continua mientras la otra escribe, casi improvisa, sobre los sonidos de la primera. Una obsesión y también un camino aéreo. Son sonidos con apariencia de danza, tal vez por sus repeticiones, que también recuerdan la melancolía de algunas canciones populares. Pero van más allá, sobre todo cuando el intérprete desarrolla la elegía, el dolor y el lamento que se alojan en su interior.

No se me va de la cabeza.

Cuando aparqué el coche frente a la sala de conciertos, ya casi de noche, escuché los poco más de dos minutos de My Lady Carey's Dompe una y otra vez, en un auténtico obstinato. Buscaba algo entre aquella música y cuanto más lo sentía más subía a la cabaña sobre el árbol.

Después, un concierto excepcional: Harry Christophers dirigiendo a la RFG y al coro The Sixteen, interpretando el Réquiem de Mozart además de una pieza de Haydn y el Miserere de James Macmillan.

Las voces de The Sixteen resultaron excepcionales y la emoción con la que sonó el Réquiem también lo fue. La música me pareció que cruzaba la sala en auténticas ondas de oscuridad. Mientras una parte de mi recordaba el lamento que había escuchado durante el viaje, otra parte seguía el recorrido que hay entre el Réquiem aeternam y el Lux aeterna (cuatro palabras preciosas).

Sonidos de las ausencias.

20 de marzo de 2013


19 de marzo de 2013

Carta

Lo leí y no recuerdo dónde: no basta con la lucidez.

Tal vez la lucidez se pueda parecer a la figura en algún retrato, nítida y vibrante. Pero el fondo es todo lo demás, aquello de apariencia menos luminosa pero que todo lo abarca. Y en el fondo, entre otras muchas cosas, está el juego, y es posible que en el juego nos vaya la vida. Por eso deberíamos tomárnoslo muy en serio.

Pero además, la lucidez, en el mejor de los casos, es un fragmento de luz personal que tal vez no pueda iluminar otros fondos. Y, por lo general, cuesta tanto llegar a ella que, a partir de ahí, todo serán defensas del terreno conquistado a la aridez del salitre.

Otra cosa son las ganas de jugar: presentes en el inconsciente de una especie que conoce el miedo, la lluvia, la cercanía, la soledad, el amor, el odio o la rabia. También la noche.

La lucidez no basta porque, en determinados ámbitos, siempre tiene algo de crítica excesiva. Y la hipercrítica (lo escribió Javier Gomá en el periódico) es paralizante si seca las fuentes del entusiasmo y fosiliza aquellas fuerzas creadoras que nos elevan a lo mejor.

Es casi imposible que el juego seque las fuentes del entusiasmo: subir río arriba, siempre hacia las fuentes, ¿recuerdas?.

Jugar no es difícil, lo difícil es querer jugar. Es cierto que en ese mundo interno existe más incertidumbre que fuera y es posible que permanezcan enquistados algunos miedos de la infancia, algunos olores. Todo eso puede ser cierto pero no puede paralizarnos.

Sumergidos en las voces del juego, callamos: no tenemos aliento para la palabrería mientras nos vamos moviendo sobre un fondo cambiante, intenso siempre, siempre atractivo, vivo. Vamos hacia lo mejor de nosotros.

Pensaba estas cosas,

(es una manera de decirte cuanto echo de menos jugar contigo).

17 de marzo de 2013

Tener la lámpara encendida

Hay veces en que los años parecen avanzar hacia atrás. Suelen ser horas, que a veces se alargan días, en que se vuelve a cualquiera de las edades más duras. Una de ellas la describe muy bien Tomas Tranströmer:

El invierno en que tenía quince años me cubrió una gran angustia. Fui atrapado por un reflector que proyectaba oscuridad en vez de luz. Me cubría cada tarde, cuando comenzaba a oscurecer y la angustia no aflojaba su abrazo hasta que amanecía al día siguiente. Dormía muy poco, sentado en la cama, habitualmente con un grueso libro frente a mí, leía muchos y gruesos libros por esta época, pero en realidad no puedo decir que los leía porque nada quedaba en la memoria. Los libros eran una excusa para tener la lámpara encendida.

Y hay ocasiones en que esas mismas horas extienden su luz hacia atrás y hacia delante, permitiendo que cada circunvolución de nuestra zona oscura encuentre la edad a la que de verdad pertenece (que casi nunca es la edad en que se formó). Una de esas ocasiones, a la que estoy agradecido, la viví hace poco tras ver una película documental que debería ser obligatoria para hacerse una idea de que no todo está perdido: Searching for Sugar Man, dirigido por Malik Bendjelloul.

Lo que ocurre es que, aún bajo la cercanía de esas imágenes (que no se desvanece) muchas noches leo y leo para que no haya que apagar la lámpara.

25 de febrero de 2013

Los músicos, viejos soldados

Una tarde de la semana, durante el ensayo de la agrupación musical más importante de Lesosibirsk, probablemente la única que existía.

Un local que por momentos se parecía a un taller de antiguas máquinas y acto seguido a un hospital abandonado. Una sala demasiado grande a las afueras del único barrio que parecía tal cosa.

Una orquesta de antiguos marinos interpretaba música de ese norte, arreglos que un director local había hecho a partir de piezas de la música popular.

Era una tarde bonita, más luminosa de lo habitual. La primavera estaba cerca, tú viajabas hacia el sur, en realidad ibas a Emisejsk, pero de camino algo te retuvo varias horas en aquel lugar. No hacía demasiado frío. Algunos árboles parecían querer emerger de entre la nieve.

Los músicos eran viejos soldados. Sus mujeres, amables y envejecidas, estaban sentadas alrededor de una gigantesca e improvisada mesa. Apoyaban sus codos sobre la madera, custodiaban unos platos tapados con paños blancos, la comida que cerraba cada ensayo. Ellas la habían cocinado y ahora aguardaban mientras jugaban con los pies con dulzura de vieja bailarina.

Casi con seguridad, no había en la sala ninguno de sus hijos. Es posible que ni en el pueblo. Allí no había trabajo (poca veces hay trabajo a lo largo de una carretera secundaria).

Dirigía la banda un hombre mayor y en su chaqueta lucía una estrella de cinco puntas con un fulgor de oro antiguo en el centro. Todos los músicos eran hombres. Y había dos acordeonistas.

Era un ensayo pero en realidad parecía un concierto, las piezas sonaban una tras otra. Nunca se volvía atrás, nadie paraba para analizar mejor un pasaje, todo fluía de manera lenta y parecía que imparable. Aquella música no dejaba de ser un milagro en aquel lugar, aunque a veces una misma pieza pareciese una canción de cuna y algo después una vibrante adaptación de Sostakovich.

De pronto, aunque con una gran suavidad, casi con cansancio, una mujer se levantó y se acercó a uno de los acordeonistas: sin decir nada comenzó a cantar con una voz de bajo muy profunda. Los músicos la aceptaron con tal naturalidad que parecía que la estaban esperando. No entendías lo que decía la letra, pero parecía la historia de un regreso, una marcha lenta. Las otras mujeres callaban. También se escuchaba el fluir del agua caliente a través de las gruesas tuberias. Los cristales de la sala hacía mucho tiempo que no se limpiaban.

Tal vez aquella canción era la señal que indicaría el final del ensayo, pensaste. Es posible que tras ella todos se acercasen a la mesa para abrir los platos de la cena. Comerían en silencio, guardarían los instrumentos y se marcharían a casa. Después, el frío se internaría en la nave y todo habría terminado por aquella vez, también la música.

Pero, por el momento, solo eran imaginaciones porque la canción seguía.

20 de febrero de 2013

Me parece bien

Sé dónde estás por ese olor.
Una vara de madera, oscura y curvada sobre sí misma.

Sentada en el borde de la cama, una mujer mayor
observa una pared de la habitación. Está repleta de fotografías,
las mira desde lejos porque las reconoce con la memoria.

Un hombre casi sumergido en una pequeña piscina de agua caliente. Es de noche
y cuesta verle entre el vapor del agua. La cara apoyada entre las manos,
los codos apoyados en las piernas, nadie a su alrededor.

Alguien que acerca su piel a una piedra color arena que desprende un calor intenso.
Sin otra luz, lo siente a través de la mano y la cara, por momentos parece que con los ojos. Bajo ese contacto parece calmarse.

Me parece bien, dices (aunque no haya nadie y aunque eso no signifique nada).

Acaricias la vara de madera hasta tocar los extremos y al alejarla y acercarla
el olor corre por ella.

9 de febrero de 2013



8 de febrero de 2013

Existen y no dan explicaciones

Los ríos no necesitan dar explicaciones.

No encuentras una razón para aquella conexión entre lugares, pero existió.

Eran unos días de descanso en mitad del viaje. En la casa había una mesa larga y muy alta pintada de color verdoso, las paredes repletas de cuadros y frente a las ventanas la vegetación de los grandes árboles. No muy lejos el río y algunos kilómetros más allá una ciudad pequeña llena de puentes viejos.

Alrededor de la casa una pequeña selva que los dueños luchaban por controlar. Ni tan siquiera era un jardín, se parecía más a un combate entre árboles pequeños y grandes por alcanzar el tejado y buscar un poco de luz sobre las tejas oscuras. Y de paso agrietar las paredes y la tela que las cubría, de un color terroso, con una preciosa decoración asiática. No había flores pero la casa estaba repleta de ellas.

Era un pequeño refugio y tú eras su invitado. Algunas mañanas te quedabas solo en la casa y entonces todo se convertía en una ceremonia para dar calor. Dormías sobre un futón que plegabas a conciencia. Desayunabas y salías a una primavera que dejaba hielo en todas las comisuras de la casa. Todo brillaba por el frío y la luz limpia. A veces bajabas hasta el río, no más de media hora por caminos de tierra. Nunca te cruzabas con nadie. Nunca fuiste más allá.

Una mañana pediste permiso para buscar algo de música en la estantería que había en la habitación principal. Había cosas conocidas y otras nuevas para ti, recorriste los pequeños lomos de los cedés. Había el silencio de una casa abandonada a la entrada de un bosque. Y entonces lo encontraste.

Entre aquella música había un disco:
Las cantigas de Santa María, por la Schola Cantorum Basiliensis de Thomas Binkley. Un disco raro, muy antiguo, en el que entre otras voces estaba la de Montserrat Figueras. A miles de kilómetros lucía la Strela do día.

A que nunca nos mente
e nossa coita sente,
porqué a non loades?

Del pequeño aparato de música solo funcionaba la radio. Así que te sentaste frente a una de las ventanas, los brazos apoyados en la mesa alta, y con la ayuda del pequeño libreto del disco, intentaste recordar la melodía, las olas que avanzan y retroceden, de la música de Alfonso X el Sabio.

Severnaja, el río que cruza el bosque, y la memoria de unas Cantigas de alabanza compuestas siglos atrás en el país del que venías. ¿Cómo había llegado aquel disco hasta allí?

Cuando comenzaste a recitar en silencio aquellas letras, todas las vocales abiertas comenzaron a expandir su olor. Conocías perfectamente el mar y los ríos de los lugares en los que se habían escrito aquellos versos y ahora volvían a ti de una manera imprevista. Y al detenerte sentiste que el océano, el Douro y las voces portuguesas, existían y se hacían presentes. O Porto. El bisturí de la memoria lo hizo posible y sentiste que aquello podían ser ríos distintos internándose en el mismo mar, aunque donde tú estabas el agua salada estaba muy lejos.

Pero quedaban los canales subterráneos, aquellos que todo lo conectan. Los que no necesitan dar explicaciones y a la vez todo lo alimentan.

A que faz o que morre
viv', e que nos acorre
porqué a non loades?

Cerraste el disco sobre una bonita tela blanca, encima de la mesa grande. Saliste a caminar. Llegaste al pie del río y junto a los abedules había algunas barcas amarradas, el embarcadero se usaba poco, toda aquella zona se había despoblado. Te sentaste en una tabla de madera y estaba humeda. En aquel instante no sabías frente a que río estabas sentado.

7 de febrero de 2013

No te olvides de escuchar el viento

6 de febrero de 2013


5 de febrero de 2013

Cuando cierras los ojos

Enfrente de un sol tan intenso que obliga a cerrar los ojos.
Su calor fluye hasta casi quemar la cara, la piel fina que cubre los párpados.

Hace años que escuchas las seis Suite para Violonchelo de Bach, primero en la interpretación de Yo Yo Ma, ahora en la de Pierre Fournier. Con frecuencia paralizado, detenido por la fuerza que ellas irradian no desde los altavoces sino desde las base de todas las cosas.

Pero hace unos días experimentaste algo diferente cuando decidiste escuchar con atención la sexta suite. Y hoy ha pasado algo parecido cuando pusiste la quinta. Algo semejante a una claridad sobre por qué tanta cercanía con esas piezas.

La música se unió al libro que lees: El amor La soledad de André Comte-Sponville.

Con los ojos cerrados muchas veces se aprecia mejor el color y hasta la piel de las cosas. El mundo no nos necesita y si cerramos los ojos, ávidos casi siempre, entonces ese mundo se deja apreciar porque pasa a nuestro lado como un inmenso barco en alta mar. Una imagen que apenas dura unos segundos, fragmentos de una totalidad que siempre será invisible. Pero que puede percibirse.

Las suite para chelo de Bach son los sonidos de El amor La soledad. Un instrumento solo, tal vez el más parecido en sonoridad a la voz humana, hablando, buscando, acercándose durante seis movimientos de otras tantas suites, sin narración, a la soledad. A la soledad de la que habla Comte-Sponville, esa que tanto admiras.

Acercándose a una voz sola, no aislada.
Una voz que ha decidido sonar en soledad porque necesita esa concentración para existir.
Solo ese instrumento, con esa afinación, en ese instante, puede sonar así. Esa es la existencia de las treinta y seis rutas de exploración de Bach. Y esa es la soledad.

¿Cómo podría alguien descargarnos del peso de ser nosotros mismos?, escribe Comte-Sponville.
  
La soledad es la regla. Nadie puede vivir por nosotros, ni morir por nosotros, ni sufrir o amar por nosotros. Eso es lo que llamo la soledad: no es más que un nombre distinto para el esfuerzo de existir.

Frente al sol sientes que la voz del violonchelo no cuenta ninguna historia y lo agradeces. Solo pone un ejemplo de cómo se puede existir, algo siempre emocionante, y de cómo alejarse de cualquier aislamiento para poder acercarse a las uniones invisibles de quienes conviven con su voz (no piensas en una voz artística).

La palabra no me interesa más que cuando es lo contrario de una protección: un riesgo, una apertura, una confesión, una confidencia... Me gusta que alguien hable lo mismo que se desnuda, no para que le vean, como creen los exhibicionistas, sino para dejar de esconderse...
(continúa Comte-Sponville).

Algo de lo que experimentaste con Bach y Pierre Fournier tiene que ver con la soledad y también con el amor.

La soledad no es el rechazo del otro, por el contrario, aceptar al otro es aceptarlo como otro (¡y no como un apéndice, un instrumento o un objeto de sí mismo!), y en este sentido el amor, en su esencia, es soledad. (...) El amor es soledad, siempre, y no porque toda soledad sea amorosa, faltaría más, sino porque todo amor es solitario. Nadie puede amar en nuestro lugar, ni en nosotros, ni como si fuera nosotros. Ese desierto, en torno de sí mismo o del objeto amado, es el amor mismo.

Y eso establece conexiones inmediatas con el presente, con algo que tiene que ver con aceptar la dificultad, también el cansancio de existir, el placer grande que supone disponer la atención en un fragmento de tiempo que parece no tener pasado ni futuro (y como nada de eso tiene que ver con la tristeza te molesta cuando se utiliza esa música para un duelo o para activar una nostalgia fácil).

¿Y si una plenitud posible procediese de experimentar en toda su profundidad la soledad?

En realidad más que plenitud tal y como suele entenderse, te gusta pensar que desde esa perspectiva desaparece el conflicto, la dificultad, el enfrentamiento, también el extrañamiento. Todo tiene el sentido de aquello que amamos: nada tiene valor si no es por el amor que en ello se deposita o que allí se puede hallar.

Lo más oportuno es gozar de una dicha modesta y de una desdicha serena: ninguna de las dos son merecidas, dice Comte-Sponville.

En algún momento mientras escuchabas la sexta y la quinta suite, dos días seguidos, perdiste el pie que se apoyaba en la arena y te adentraste en un mar calmo o enbravecido, dependiendo del momento. Pero, a pesar del invierno y de casi no saber nadar, no ocurrió nada dramático sino un momento de intenso placer.

Dejaste de existir durante un brevísimo instante y otra voz, la del violonchelo, comenzó a atravesar limpiamente todas las fronteras, empezando por las de tu cuerpo. Y tuviste la sensación de poder observarlo. Y aún sigues teniendo cerca ese calor cuando cierras los ojos.

23 de enero de 2013

Algunos días

Soy llevado en mi sombra
como un violín
en su caja negra

(Tomas Tranströmer)

21 de enero de 2013


20 de enero de 2013

Tres hombres solos

¿Cuántos bar - restaurante El Corzo hay al borde de las carreteras?

Pues en uno de ellos estás tú.

Y dos personas más. Tres hombres solos, al final de la tarde, comiendo algo de pan con queso. Uno de ellos parece el dueño del local.

Algunas paredes están recubiertas de madera. Huele algo a rancio y a la entrada del comedor hay una chimenea encendida.

En el bar las mesas tienen manteles con cuadrados verdes. En el comedor son blancos y de papel y hay servilletas dentro de los vasos.

Fuera llueve.

Has entrado en cientos de lugares parecidos. Son tus preferidos, paras y entras siempre que puedes. En tu lenguaje, cada uno de ellos es Un lugar Robert Frank.

La barra, esas mesas, el olor, las otras personas, el fuego y la lluvia, el sonido de los coches sobre la carretera. Nada nuevo este asunto de los círculos.

Me acuerdo de ti.

Debes recuperar la calma, mirar ese mundo y a ti mismo con serenidad. El mundo es así y continuará igual. Un hombre solo es realmente poca cosa, lo único que puede hacer es expresarse, nada más, escribe Gao Xingjian en El libro del hombre solo.

15 de enero de 2013

Cuando el mar brillaba

No reconocía a nadie. A veces intentaba enderezar la columna, aunque sin levantarse de la silla. La luz era limpia y fría, como si una gran fuente de luz blanca rebotase sobre paneles de hielo. Era el primer día que hacía sol después de tanta niebla.

Os habían dejado solos, todo el tiempo que quisierais para vosotros. Los cuidadores no lo habían dicho pero parecían quererlo decir: quédese si quiere, cuide de él. O váyase, nos da igual. Estamos fuera del mundo. Nadie existe aquí.

Cuando el avión sobrevoló Lajda pensaste que estaba a punto de cumplirse un sueño. El mar brillaba, aún quedan brillos de luz, pensaste. Aquel desvío era uno de los motivos principales del viaje, así que no era un desvío: era la diana de la memoria.

Después, hubo que esperar un gigantesco autobús que caminaba vacío: había que retroceder bastantes kilómetros hasta un terreno boscoso al borde del mar. Entre los árboles un complejo con muchos edificios pequeños que había sido una base naval. Todo era gris. Nada se mantenía en pie. Excepto los jardines, con unas plantas empeñadas en crecer en un ambiente hostil y descuidado: no parecía la vegetación de un lugar que está más allá del último círculo del mapa.

Y en aquel lugar un árbol pequeño luchaba por no soltar la raíz de un suelo que estaba congelado. Aquel iba a ser el único país que conocería aquel hombre que no reconocía a nadie y que tú habías ido a ver. Era una historia de tristeza, no había nada romántico ni viajero tras ella. Su padre, pariente cercano, había llegado a la antigua URSS tras la guerra civil y allí había tenido aquel hijo, que mientras fue consciente, no dejó de intentar establecer lazos con la familia que imaginaba en el país del que venía su padre.

Ahora, tú representabas, sentado en una silla de playa como la suya, y en aquel espacio semicongelado a pesar del sol, ese hilo familiar que él tanto había buscado. Pero no reconocía a nadie, permanecía en silencio.

De vez en cuando había algún sonido alrededor de vosotros dos. Eran los sonidos de una habitación vacía y sin muebles, sin apenas sillas, ni cuadros, ni libros, ni juegos, casi ni personas. Solo con ventanas para ver la estrecha lengua de mar que cruzaba entre Lajda y Voroncovo, un nombre que recuerdas haber leido en sobres de cartas.

Sentados frente a frente y sin poder hablar decidiste alargar la mano y tocar las suyas. No ocurrió nada pero mantuviste el contacto y hasta daba la sensación de que su piel se hacía más roja. Un rayo de luz negra, como una inmensa ternura, te atravesó. Y te animó a poner la palma de la mano sobre su cabeza, después sobre su mejilla, también sobre su oreja, su hombro y en todo su brazo. Estabas convencido de que el hilo de una araña benefactora comenzaría a ser tejido de un momento a otro y aquel hombre sentiría aquella tela como un lugar en el que descansar.

Llegar hasta allí había supuesto meses de esfuerzo antes de partir y semanas intensas cruzando el país. No sabías lo que te podías encontrar y te habías intentado preparar. Pero era imposible estar preparado. Y el calor de su piel, silenciosa, te conmovía y te apegaba a aquel hombre a quien nunca antes habías visto. Moriría en aquel lugar, bastaba algo más de invierno. También allí había una araña tejiendo.

¿Por qué no sacaban a toda aquella gente, que tampoco eran tantos, fuera? Podrían caminar por los jardines, recoger hojas de los árboles, sentir el tacto de una piedra, incluso plantar algo y esperar. ¿Por qué aquella crueldad que consistía en negar que un organismo seguía respirando cuando de pronto había agarrado tu mano con fuerza?

Ni tan siquiera hablabas aquel idioma. No había mucho que se pudiera hacer.

Pensabas algo de esto sentado en el asiento de un avión dentro del que goteaba un liquido blancuzco y viscoso desde los lugares donde deberían saltar las mascarillas en caso de accidente. No se podía hacer mucho más. Recuerdas esto en el viaje de vuelta y no sabes muy bien si ya sentiste algo parecido en la ida, cuando el mar brillaba.


12 de enero de 2013

A medio hacer

Por fin tengo sobre la mesa un libro de poesía de Tomas Tranströmer.
Hacia tiempo que lo buscaba pero tampoco hacía esfuerzos inmediatos porque llegase. Lo esperaba, sin más. Llevaba tiempo esperándolo.

Sentía cercanas sus palabras cuando aquí o allá me las cruzaba. Y me detenía a escucharlas. Entre otras cosas porque no se entretiene en querer escribir bien, sino en intentar comunicar algo desde la oscuridad y el frío.

Comunicar poco tiene que ver con impresionar, con la estrategia del espectáculo y la de la seducción: creo que tiene que ver con las ganas y la necesidad de decir algo en voz muy baja, a veces balbuceando casi, sobre lo que uno ha encontrado o lleva noches investigando.

Comunicar tiene que ver con disolverse lentamente en esa misma comunicación.

Tocar con la punta de los dedos. Oler sin rozar la piel. Escuchar los gestos que el propio cuerpo lucha por encontrar.

Este cambio entre lo decrépito y trivial hacia lo sublime y delicado, me enseñó muchas cosas. Eran las reglas de la poesía. A través de la forma (¡la Forma!) algo podía ser elevado. Las ruedas de oruga habían desaparecido, las alas se abrieron. ¡No había que perder la esperanza!, escribe Tranströmer en El cielo a medio hacer.

7 de enero de 2013

El final, al inicio

Así comenzó Yoel Ravid a ceder. Ya que podía observar le agradaba observar en silencio. Con los ojos cansados pero abiertos. La profunda oscuridad. Y, si era necesario, fijar la vista y permanecer de vigilancia durante horas y días, o incluso durante años, de todas formas no había nada mejor que hacer. Con la esperanza de que se repitiera un momento extraordinario, imprevisto, de esos en que por un instante brilla la oscuridad, y se produce un fulgor, un resplandor repentino que no se debe desperdiciar y que no te debe pillar desprevenido. Porque tal vez nos indica lo que tenemos frente a él. Nada, salvo emoción y humildad.

Conocer a una mujer, de Amos Oz, trata de lo que comienza a existir mientras uno es atravesado por esa experiencia del ceder, no muy lejana a un pequeñísimo y penetrante haz de luz blanca.

Este fragmento es el final. Para llegar a él hizo falta atravesar las montañas.

1 de enero de 2013


Mañana lo intentaremos de nuevo

Día uno:
mañana lo intentaremos de nuevo
(uno de los últimos diálogos de El caballo de Turín, de Béla Tarr)

Nada o casi nada,
es cierto

Y a pocos kilómetros, un amigo que lucha con lo invisible
cultiva para ti un limonero que crece desde el interior de otro árbol

Parece ser que algo parecido a como viven las orquídeas
en la otra punta del planeta, sobre el tronco de un gran árbol

En la casa hay flores blancas,
ahora mismo, mañana

lo intentaremos de nuevo

30 de diciembre de 2012

Contra la indiferencia

Sentado, observando algo que debería haber en el exterior pero que, conforme lo observas, desaparece. El exterior se diluye y solo parece quedar algo acuoso y blanquecino como la sustancia blanca que según parece tenemos en el cerebro. Ningún sonido ahora que te has quedado solo. Tampoco hace frío. Casi estás tentado de decir que esto, simplemente, es el terror.

La conversación ha separado tejido vivo y muy despacio se ha abierto un espacio a través del cual se puede observar el interior del organismo. Pero cuanto te fijas en eso también las formas de los líquidos y los tejidos se desenfocan y se diluyen y el interior también se vuelve opaco y traslúcido (algo imposible). Simplemente no ves.

La conversación trató, lo recuerdas bien, de todo lo que nos han enseñado y en realidad no sirve para nada, es más, produce un daño intenso porque tapona los poros que mejor respiran. Todo lo que nos dijeron que debía ser, cuando llegó el momento era pólvora mojada. Lo dijo él, tú lo confirmas: no pudimos disparar, las fieras nos devoraron. Toneladas de pólvora empapada por el salitre o por alguna forma de depuradora o simplemente por la lluvia: inservible.

Así que había que ponerse a diseñar gran parte del mundo, empezando por el propio cuerpo. Y por lo que queríamos hablar y escuchar. Mejor dicho, había que diseñar desde el inicio hasta el final la capacidad de escuchar y de ser conmovido. Y todo eso, a cada minuto, en cada lugar, todos los días. Algunas jornadas, dijiste, son agotadoras.

Pero eso no era el terror. Cuando él describía el ataque de las fieras a ti no te sonaba a terror, solo a barbarie, el único mundo que algunas fieras conocen: una especie de avispero en el suelo que parece succionar a su interior todo lo que vive a su alrededor.

Por eso te preguntó qué era para ti el verdadero terror. Respondiste con serenidad pero al instante: el verdadero terror es la indiferencia. Y añadiste que, a veces, viene teñida de muchas otras posibilidades, por ejemplo la educación y la corrección.

Por qué tanta radicalidad con la indiferencia, preguntó. Porque es el único método en el que con suavidad y hasta ternura aparente el ahogamiento consiste en vaciar la sangre de venas y arterias hasta que algo que estaba vivo deja de estarlo; pero cuando ese ser lo percibe ya es demasiado tarde. Y al instante, mientras hablabas, sentado y observando el exterior, los árboles, las casas, los coches y hasta pájaros comenzaron a diluirse en esa sustancia blanca: no se veía nada. Y te costaba escuchar.

Dijiste que todo aquello Amos Oz llevaba una vida investigándolo. Sacaste de la bolsa Conocer a una mujer y leíste un fragmento.

Ivriya Lublin era su único amor. Incluso cuando, con los años, el amor dejó paso, uno tras otro o alternativamente, a la compasión mutua, el compañerismo, el dolor, destellos de florecimiento sensual, amargura, celos e ira, y de nuevo su particular veranillo resplandeciendo con chispas de salvaje sexualidad, y de nuevo las venganzas, el odio y la piedad, una red de sentimientos alternos, cambiantes, contradictorios, tragados en extrañas combinaciones y mezclas inesperadas, como cócteles de un barman sonámbulo. Jamás se mezcló en todo eso ni una gota de indiferencia. Al contrario: según pasaban los años, Ivriya y él dependían cada vez más el uno del otro. También en las riñas. También en los días de repulsión mutuas, ofensas e ira.

Después de aquella conversación ¿habría que decir algo sobre la felicidad en el año próximo, pensaste, o solamente crear una bonita oración, un ruego, para eliminar cualquier forma de indiferencia?

29 de diciembre de 2012

Señales de vida

Mientras existía otra poderosa razón para mi viaje, acudía cada poco tiempo a una pequeña tienda de discos cerca del Café Comercial. Un espacio alargado, estrecho pero muy acogedor. Sólo algunas casas de discos, sólo algunos intérpretes (algo que fui averiguando con el tiempo). Pero siempre encontraba algo y luego, uno de los mayores placeres: en el café desenvolvía todo lo que me habían envuelto para mirarlo por dentro y por fuera y para impacientarme hasta llegar a un viaje largo en coche (una de las salas de audición que más disfruto).

En esa tienda conocí muchas grabaciones de Ton Koopman y supe que era uno de los grandes músicos actuales especializados en la música barroca. Pero yo buscaba a Nikolaus Harnoncourt, que no grababa con las casas de discos de la tienda acogedora, así que nunca me decidí a aceptar las versiones de Koopman (hasta que por una u otra razón me las crucé en el camino).

El viernes 22 de diciembre fui al concierto de la Orquesta y coro de la Sinfónica de Galicia dirigidos todos por Ton Koopman. No lo dudé: todo el programa era una música de celebración, sonidos para alabar el nacimiento de algo importante, para acompañar una fiesta que (en principio) surge en lugares internos. (Ojalá fuese creyente, porque entonces todavía se añadiría una dimensión a ese encuentro).

Tocaron y cantaron música de Arcangelo Corelli: el Concerto Grosso núm 8 op.6; de Bah: la Cantata núm 1; y de Mozart: el Ave Verum, K618 y la Misa de la Coronación en Do Mayor, KV 317.

Creo que estaba en la sala casi una hora antes, así que pude repetir el ritual que, en mi caso, acompaña a un concierto en directo: cerrar una a una las ventanas exteriores e ir prendiendo, una a una, las velas internas (pequeñas llamas que si te acercas te queman) para iluminar lo que, por una decisión, se ha quedado sin luz. Eso y liberar el espacio para que algo que va a venir pueda cruzarlo con la menor dificultad posible.

La orquesta y Koopman brillaron. Y en mi caso, hacía tanto tiempo que no estaba en el Auditorio que la impaciencia podía tanto como la música. Es difícil escuchar cuando las expectativas y las ganas pueden llegar a tapar parte de esas propias vías de entrada. En la escucha el vacío siempre es fértil, no hay duda.

Era música elaborada para ensalzar y Koopman me pareció que construía una arquitectura sobria con los sonidos: separó las partes, contuvo las emociones y dejó que de una manera seca y limpia cada apartado fluyera. Por momentos me parecía que intentaba acercar semejante orquesta a un pequeño conjunto de cámara, que intentaba que una sola voz, de una gran pureza, se encargase de conducir toda aquella emoción.

Corelli y Bach. Pero cuando llegó Mozart me pareció que algo cambiaba y todo fluía con mayor intensidad. El Ave Verum fue algo único, poco habitual, una luz intensa que se acercó, contenida, a cada uno de los que estábamos en la sala. Y algo parecido sucedió con la Misa en Do mayor.

Muchas cosas han cambiado, pero ahora tengo ganas de volver a entrar en aquella tienda, saludar a la mujer que conoce bien todo lo que hay en ella y dejar que un imán me acerque hasta Koopman.

Hoy, en el libro que leo un hombre le explica a su hija el momento en que está en la vida:
¿Recuerdas sus palabras? Decía, he venido a buscar señales de vida. Pues yo también he llegado a eso. Es lo que busco ahora. Pero nada apremia.

28 de diciembre de 2012

Desde hace tiempo, lo incompleto no tiene final

No habrá más entradas con la etiqueta Acostumbrando la vista.

Desde el final del verano hasta el final del año.

Les estoy agradecido: en su día me ayudaron (mucho) a conocer como funcionaban los polos de una brújula cuando uno se adentra en territorio nuevo, desértico también. Y me ha gustado compartirlas aquí.

Ayer mis manos se fueron hacia un libro de Peter Handke, Vivir sin poesía, y, al abrirlo al azar, apareció la explicación del lugar de donde surgieron esas pequeñas búsquedas:

Gracias a ti
me llevo bien
sin ti, 
desde hace tiempo.

26 de diciembre de 2012

El interior del mar

Durante algún tiempo aún quedará luz en la ventana.
Como si todo fuese mar y una sola luz, que situada en la frontera, tiene la obligación de indicar donde termina el mundo de la noche y empieza otro igual de desconocido.

Miras hacia esa luz y es como mirar hacia el interior del mar mientras es de noche: giros de seres vivos que cruzan los océanos en lo más profundo de las corrientes. Y sientes un movimiento gelatinoso y algo violento que no se sabe si quiere huir o atacar.

Hay luz y también gotas de lluvia sobre el cristal, pegado a él una planta y cerca de ella una respiración y más allá ese mar. Cada una de esas gotas de agua es un proceso terminado e incompleto, una paradoja. Un pequeño microscopio.

La luz y el mar, con sus seres que intentan vivir.

25 de diciembre de 2012

Inacabados

Una suma de procesos inacabados
(es casi seguro)

20 de diciembre de 2012

Un lugar

Los lugares eligen a las personas y no al contrario.
También los lugares emocionales.

18 de diciembre de 2012

Metamorfosis

Soportar las metamorfosis.

Caminar hacia el bosque que hay al final del pueblo.

(Me casé para poder salir de allí,
le pareció entender a su madre durante la cena)

14 de diciembre de 2012

Una alternativa

Vivir desde un lugar que no es mejor que otro, que solo es una elección o una alternativa.

Aquel sueño era un recuerdo: cuando había sacado una pequeña planta del tiesto y la tierra estaba envuelta en raices blanquecinas que la rodeaban como las órbitas a un planeta. Aquel color, su tacto, los círculos de luz, la sensación de que allí faltaba algo pero que todo estaba preparado.

Dijo que cuando despertó, aún de noche, quería comprender como aquel sueño le había acercado a ti.

11 de diciembre de 2012

Momento

Era un momento para caminar más despacio

9 de diciembre de 2012

Un día te vi

Un día te vi.

Había pasado mucho tiempo y en realidad tampoco me encontré contigo cara a cara. Ni siquiera te intuí a lo lejos en algún lugar.

Ocurrió que un día desapareció aquella neblina como lo hacen las nieblas del invierno cuando el sol quiere salir. Una capa, parecida a una finísima cascada de agua, se evaporó. Detrás estabas tú.

Fue justo cuando dejaste de agarrar el dolor como un preciado bien, cuando el dolor que había vivido en ti dejó de ser algo que te definia y marcaba tus límites.

Y era cierto: habías perdido tu forma externa. A cambio eras una persona más luminosa.

El deseo de luz produce luz, escribe Simone Weil.

Por eso me gustó tanto verte.

4 de diciembre de 2012

Ruego

(haces ese ruego)

Que los días le influyan

y que no lo oculte

1 de diciembre de 2012

Todo esto, dijiste

Lo escribes a tientas, aunque no haya razones para hacerlo así.

Pasas el dedo sobre las letras para encontrar los huecos que las definen, que dibujan sus límites, y poder leer ese mapa silencioso: los sonidos de las palabras escritas.

Prestas igual atención a la mirada de las plantas que a los ojos de las personas. Los pájaros, los lugares, las casas.

Lees el relato sobre una planta que al cabo de veinte años floreció. La yema de los dedos sobre el asombro de quien no sabía que esa planta encerraba su propia flor.

A veces solo es un cambio de luz. El cómo dejarlas estar cerca de su brillo es algo misterioso. La luz que percibes en la punta de los dedos mientras recorres la columna vertebral.

Durante el invierno, en este otoño, los cambios de estaciones, la lluvia, la luz, las vértebras son variaciones de la misma música.

La luz en el bosque.

Soñaste con un túnel. Para avanzar solo disponías del tacto y acariciabas las paredes de hojas y ramas para reconocer pequeños puntos brillantes, punzantes.

Piensas en identificar las flores antes de que se abran, conocer el silencio del braille, leer como lo hacen otros seres que no somos nosotros. Un trazo que va y viene.

Seres anónimos existiendo en lugares perdidos, en los bordes, al pie de la carretera.

Viajas y la música ya ha comenzado.

29 de noviembre de 2012

Mesa

La mesa que construyó mi padre

(Padre es quien te cree ,
de esta manera supe algo de ti)

27 de noviembre de 2012

Diálogo

El diálogo
una vez iniciado no se acaba nunca.

Esa es una de las caras de la incertidumbre

26 de noviembre de 2012

Una cena

Eran unos bosques oscuros que ofrecían quietud según se caminaba por ellos. Grandes extensiones de árboles muy altos que luchaban por un trozo de cielo. Cruzaban la llanura y las pequeñas elevaciones de tierra gris. En los límites de cada grupo de árboles, de cada bosque, una pradera resguardada del viento sin otra vegetación que una hierba rala del color de la tierra. Y en una de ellas había una casa.

Los días que pasaste allí existen con la nitidez y la quietud que ofrecía el lugar a quien quisiera escucharlo, algo que tampoco era fácil porque aquello no dejaba de ser un lugar inhóspito y aislado.

Había aves, y las recuerdas como si fuesen una luz en la oscuridad. Muchas eran blancas y esbeltas, de patas largas y pico afiladísimo que caminaban sobre las pequeñas corrientes de agua. Necesitaban tener el agua cerca, se parecían a la garza real o a las garcetas que viven aquí. Pero sus nombres eran otros y no los conocías. Les silbabas e intentabas imitar sus llamadas.

Tardes enteras buscando plumas.

Una noche, poco antes de seguir viaje, decidiste hacer una cena especial con los pocos ingredientes que aún había. La casa tenía una buena cocina de leña, toda la casa olía a madera. Decidiste hacer algo parecido a una empanada, aunque faltaban varios ingredientes.

Aquella noche hubo una tormenta. No era la época y por eso te extrañó, pero las tormentas no te asustaban. Mientras cocinabas la lluvia comenzó a caer, primero con mucha fuerza, una tromba de agua con algo de viento, luego una lluvia mansa, para después volver a comenzar el ciclo. Olía con la intensidad que generan las tormentas, más el calor de la masa de pan haciendose. Y en un lugar casi fuera del mundo.

Era un contraste que te hacía sonreir. Y te gustaba permanecer en ese umbral todo el tiempo que fuese soportable, en realidad de eso iba aquel viaje. Una ruta para observar algunos límites y sus continuas transformaciones.

23 de noviembre de 2012

Durante

Durante un instante
escribir algo que crezca hacia la belleza

y
puede ser una posibilidad,

esperar

22 de noviembre de 2012

Objetivo

El objetivo puede ser que tu mesa de trabajo esté limpia
y también con cosas bonitas sobre ella

21 de noviembre de 2012


Todos los nombres

Creiste ver un animal.
La parte de la noche que permanecía lejos se acercó. Y con ella un bosque.
Pensaste si aquello se podría llamar miedo.
Dijiste que hacía mucho frío, que era necesario seguir, que no podíamos detenernos. Y aunque era invierno tu cabeza imaginó una serpiente sobre el asfalto caliente, lenta, rapidísima.

En nosotros había una parte que no estaba allí pero que parecía operar desde la distancia. Había algo más. Apenas había luz.

Alargaste la mano esperando encontrar algo entre aquellas palabras y solo parecía existir el recuerdo de un ser huidizo, nada coherente.

Una radiación oscura e invisible. Hasta que pudimos escuchar, uno a uno, todos los nombres de las cosas.

20 de noviembre de 2012

Háblame de las tinieblas

Los perros parecían seres de otro mundo, ajenos, indiferentes a todo lo que tenía vida. Caminaban con la cabeza baja, solitarios y callados, como si ya hubieran consumido todas sus energías y ahora solo les quedase deambular mientras esperaban encontrar el camino de vuelta. Movían algo los ojos, imaginabas que olfateaban el aire, pero en realidad caminaban de manera errática en el barro.

Cada pueblo ocupaba el poco espacio que quedaba vacío entre un lago interior y otro. Un ajedrezado de agua con el color de la tierra y siempre cerca de ella inmesos depósitos de combustible, o de gas, o de nada. Más depósitos que personas y más perros que depósitos.

Aprendiste a caminar como aquellos perros, sin rumbo, cabizbajo, olisqueando algo que parecía no existir. Entre la llegada y la salida de aquellos pueblos podían pasar tres o cuatro días en los que había que convivir con aquel olvido. Ni rastro del sol y de vez en cuando oscuros lamparones de nieve también olvidada.

No sé como fuimos a parar allí. Algo de la limpieza del Ártico se debía colar hasta aquellas aguas, pero llegaba sucio y con un intenso olor a gas.

Después de horas caminando a la intemperie había que meterse en algún sitio y calentarse, o sencillamente recuperar no sé que energía que se había ido perdiendo en las profundidades de aquellos lagos. Lo único bueno de los interiores era que hacía calor: lugares inhóspitos a veinte grados y a los que a veces entraba alguna persona. Cuando eso ocurría, todo se desarrollaba en silencio.

Sentado, necesitabas mirar por la ventana como si nunca antes hubieses estado en el exterior, y minutos después comenzabas a leer un libro.

Soy toda tuya ahora, dime cosas tiernas, háblame de las tinieblas.
Recuerdas haber leído esa frase de Gao Xingjian en Severnyy, dentro de un lugar hecho con chapa y tapizado con madera de abedul y una moqueta roja seguramente arrancada de algún otro lugar. Una tarde entera leyendo La montaña del alma, mientras fuera no había más que distintos tonos de un color plateado que solo identificabas con la ausencia.

16 de noviembre de 2012

Mi Rusia

Muchas horas cerca de aquel río inmenso, en una primavera que casi era un invierno.

El tren no paraba de costear una ribera llena de hierba alta y casas muy a lo lejos, nadie en el horizonte. De vez en cuando, a veces pasaban horas, algunos árboles gigantescos y unas nubes densas y serenas que no sabíamos leer.

Tras muchas horas en aquellos asientos me gustaba ponerme de pie y apoyarme en el cristal de la ventana, frío y sucio, y esperar. Intentaba ver algo pero no tenía ninguna meta, eso era lo que estaba consiguiendo aquel viaje soñado desde la infancia. Al fin Rusia.

Sobre el agua volaban con cierta regularidad aves blancas que no conocía. El agua era de un color terroso, aunque podía deberse a las lluvias de días atrás. Y no era difícil ver los círculos concéntricos que dejan sobre su superficie los peces cuando suben a comer insectos y con su boca lamen el aire. Pero no sé si esto sería así, porque solo conseguía imaginar peces enlodados y grasientos, poco ágiles, girando bajo aquel paisaje abandonado.

Poco se podía hacer en el interior del vagón, nadie con quien hablar (imposible entendernos en aquellos lugares sin saber su idioma). Y sin embargo, cada minuto había una señal a la que había que atender y que en realidad no quería decir nada, solo que viajábamos a bordo de aquel convoy. Un tren que parecía ir a la deriva a pesar de viajar sobre railes.

Durante dos días seguimos el curso del río. Solo en una ocasión cambiamos de orilla, después de cruzar un puente construido con metal y madera. Me gustaba la ventanilla y también recorrer los pasillos, había diecinueve vagones. Los pasillos solían tener más gente que los compartimentos: había mineros que regresaban al trabajo, familias enteras que se habían subido en la última ciudad grande, unos pocos soldados, hombres solos que alternaban la mirada entre el suelo y el cielo, siempre a través de algún cristal.

Es difícil anotar los nombres escritos en un alfabeto que no conocemos. Pero ese día, al final de la tarde, toda la hierba amarillenta y unos bosques de pino en el horizonte, el tren se detuvo en Natara.

15 de noviembre de 2012

Tejos

La frialdad sólida del tronco del tejo.

Cuando piensas en los tejos sientes en la mano la resonancia de la piel fría del Hang,
un sonido girando entre las huellas de los dedos, creando su propio alrededor.

El caudal de un río.

Hablamos con total fluidez, y nos encontramos
con que la vida es un idioma extranjero

(recuerdas esos versos de Jeanette Winterson que encontraste en un blog)

Sustituir

Sustituir las palabras

en el mundo
por
en un mundo

pero
por
y

lo aprendí de ti
por
lo aprendí contigo

y

esperar


("No se es rápido como un águila
sino como una golondrina")

13 de noviembre de 2012

Tú, O homem da telegrafía

Había una flauta y era de noche.

Una flauta sola que emergía desde una luz que apenas dejaba ver la habitación. A veces casi se callaba, a veces se acercaba a tu voz como un animal asustado, jadeante. Como quien, exhausto, ha llegado a un lugar protegido, a una noche cálida. En algún lugar.

Eran variaciones sobre música de John Dowland. Como muchas otras veces.

Había una mariposa que se agitaba en un fluorescente del parking subterráneo. Tú giraste el volante, giró todo el coche, las ruedas crujieron, esperaste a ver qué pasaba. Y la mariposa, ya casi invierno, buscaba la salida cerca de aquella luz fría.

El coche se detuvo, apagaste el motor. Era muy tarde y aún estabas lejos de casa. Te paraste a verla volar sin poder hacer nada. Nadie. Ninguna persona a quien mirar a los ojos para mostrar ternura por aquel animal ya condenado de muerte, volaría mientras durase su noche iluminada.

Las palabras que no se pronuncian parecen vuelos verdosos y perdidos de antemano. No lo podías olvidar: aquel hombre cogió cada una de las letras, las palabras una a una, todas, y comenzó a guardarlas sin apartar la mirada. De pie, frente a quienes le mirábamos sin saber qué decir.

Muchos días las palabras no sirven.

Dijiste que había tantos yoes que tal vez cuando se hablase en primera persona habría que decir que hablaba la otra voz. La tuya, el reflejo que parece la tuya, solo se puede identificar al salir de tu mundo y mirar hacia los alrededores. Y entonces es posible que decir en lugar de yo sea más preciso. El tú gira frente a la luz y es capaz de viajar entre la luz brillante y la oscuridad que corta los dedos.

No pareces decidido a iniciar el viaje de vuelta. Piensas que la mariposa tal vez vivirá hasta el amanecer.

Vai ao fundo o navio,
Mas eu sou o homem da telegrafía.
escribe Miguel Torga.

La precisión en su acercamiento a la luz embrutecida, tanteando las distancias. El aire que desplaza al volar, una cortina de aire tan fina como la piel, invisible. Debajo, un complejo entramado de arterias y líquidos.

Tenho o oiro e nâo posso
Arrancá-lo do cerne da montanha!
dice Torga

Y muchos mensajes aún sin transmitir.

12 de noviembre de 2012

Mundo

El mundo se debe hacer diálogo

7 de noviembre de 2012