27 de mayo de 2008

El cant dels ocells

Me relaciono con la música de una manera intuitiva. Un día me encontré en una tienda con un cedé del violonchelista Pau Casals: Concierto en la Casa Blanca. Fue hace años, sabía muy poco de Casals y menos de ese concierto, pero me intrigó una grabación hecha en directo, el 13 de noviembre de 1961, en la casa del presidente americano. Lo compré.
La primera pieza es El cant dels ocells, una canción popular catalana que dura poco más de tres minutos. Al escucharla, reconocí la melodía, aunque no hubiera sabido identificarla (seguramente a todos nos suena). Me parece una pieza maravillosa, llena de vida, generosidad, celebración y con un ritmo que no es ni alegre ni triste (ni cumple con otros adjetivos vacíos de significado). Es un ritmo lleno, pleno, que acompaña. Escuchándola, se percibe el testimonio de quien ha vivido, y no de cualquier manera (como explica en clase quien yo me sé). Ayer la recordé, porque escuché por primera vez en directo dos de las Suites para Violonchelo de Bach, en interpretación de Plamen Velev.

Tras el concierto, me volvió un pensamiento que quería escribir aquí. El cant dels ocells, interpretada al violonchelo, es la pieza que se suele interpretar en las conmemoraciones dolosas, fúnebres, que se organizan en muchas ciudades, por ejemplo tras un atentado terrorista. La escena se repite: un violonchelista interpreta esos tres minutos casi como un réquiem, en homenaje a las víctimas. Se favorece la lentitud, la melancolía, la liturgia de los grandes duelos. A mí no deja de sorprenderme, y no dejo de pensar en quien habrá decidido transformar El canto de los pájaros en una música de réquiem, intentando empaparla con una tristeza, que durante unos instantes, no ofrece alternativa. No lo comparto, es más, me parece una simplificación que tiene poco que ver con la sensibilidad que debería presidir un homenaje de este tipo. Pero claro, tal vez la decisión proceda de esas simplificaciones absurdas que indican, por ejemplo, que el violín es alegre, el violonchelo melancólico, el rojo es símbolo de pasión y el azul invita al sueño. (¡Qué interesante sería ir desmontando pieza a pieza esa sensiblería que tapona la piel!)

Para mí, la música de violonchelo, y en particular esta canción catalana, igual que las suites de Bach, son una música llena de vida y si hay que utilizar adjetivos vacíos de significado, diría que hasta alegre. Me transmiten el disfrute de vivir, lo que no quiere decir, la alegría constante. A veces, muchas veces, ese disfrute incluye la dificultad, la gran dificultad. Sólo quien, desde el dolor, ha escrito con verdadero goce pude dar a sus lectores un gozo semejante. Cómico es el rostro de la tragedia cuando se mira a sí misma, dijo Juan Gelman en su discurso de aceptación del último premio Cervantes. Al leer esta frase, me acordé de otra del fotógrafo Josef Sudek, hablando de alguna de sus fotografías: Son paisajes tristones. A mí no me gusta trabajar con paisajes alegres. La alegría es alegre y ya está, es siempre igual. La tristeza tiene muchos matices. Es más triste y menos triste y aún mucho más triste, y con eso se puede hacer algo.
La música de violonchelo, y estas piezas de las que hablo, representan en mi opinión música con la que se puede hacer algo, es decir, con la que se puede aprender mucho. No creo que haya mayor disfrute que la escucha que nos lleva en volandas a terrenos nuevos, en los que seguir aprendiendo. Por eso, propondría (no sé a quien) que no se interprete en ningún duelo público una música como ésta, con el argumento de que al teñirla de negro se la vacía de su fuerza comunicadora, mucho más rica, y de su enorme capacidad de conmoción en un espectador dispuesto a escuchar.

24 de mayo de 2008

Oboe

Cuando hay concierto en Santiago, lo que más me gusta es llegar con tiempo, casi una hora antes. Voy a la cafetería de la Universidad, pido un café y leo un rato. Para mí es una especie de concentración en lo que va venir, al tiempo que una desconexión con el mundo que ruge. Ayer la orquesta tocó una sinfonía de Mozart y la Sinfonietta en Re Mayor (1925) de Ernesto Halffter. Me gusta entrar en el auditorio y sentarme cuando los primeros músicos comienzan a salir al escenario para afinar. Los veinte minutos previos al concierto son especiales, llenos de sonidos únicos. La sala está casi vacía, los músicos van saliendo despacio, afinan, tocan unas frases y muchos desaparecen. Otros permanecen sentados, charlan, miran al público, disponen las partituras, esperan y se concentran. Y luego, la música.
La solista que ayer tocaba el oboe estaba embarazada. La miraba moverse, agitada, la cara roja en los pasajes de Mozart que exigían más entrega, en el borde de la silla, con la barriga ya grande. Pensaba en como influiría esa música en su hijo.
Después de la música y la cena, el viaje de vuelta, más de cien kilómetros a la una de la madrugada. Pero entonces, en la radio del coche está el filósofo Angel Gabilondo. Y esa es otra historia. La última vez que lo escuché dijo que la vejez aparece cuando perdemos alguna de estas tres cosas: curiosidad (entendida como la posibilidad de ser de otra manera), buen humor o salud.

Un secreto auténtico

Hace ya tiempo que anoté una frase del historiador del arte Nikos Stangos, hablando del arte conceptual. Desde que la copié, me acompaña en más de un borrador de algo que finalmente no concluyo. Es esta:

Huebler solicitó de la gente que acudía a visitar un museo que escribiera un secreto auténtico, y con los 1.800 documentos resultantes se hizo un libro que es de lectura fascinante, aunque a veces se haga repetitiva ya que la mayor parte de los secretos se parecen mucho entre sí
.

Pensar durante un tiempo en lo que significa esta afirmación me ha animado a intentar hacer algo con el barro de los secretos, aquellos que todos parecemos compartir. Meses después anoté en la misma libreta un pequeño texto de Kapuscinksky: El hombre contemporáneo no se preocupa por su memoria individual porque vive rodeado de memoria almacenada. (en tiempos de Herodoto) la persona sabía sólo aquello que su memoria lograba conservar.

20 de mayo de 2008

La primacía del oído

Hoy ardió parte del edificio de la Filarmónica de Berlín. Recuerdo la película que su director, Simon Rattle dirigió (más o menos, porque creo que había un realizador del mundo del cine) sobre la enseñanza de la música, Esto es ritmo. Una película inolvidable.
Hace algunos días que conservo dos recortes de periódico, con la intención de copiar aquí un fragmento. En uno de ellos, Daniel Barenboim termina de hablar sobre el conflicto entre israelíes y palestinos diciendo: O encontramos una forma de vivir con el otro o nos matamos. ¿Qué es lo que me da esperanza? Hacer música. Porque, ante una sinfonía de Beethoven, el Don Giovanni de Mozart o Tristán e Isolda de Wagner, todos los seres humanos son iguales.
Y en el otro, el músico Gilad Atzmon escribe: Sólo en fechas recientes comprendí que la ética entra en juego cuando los ojos se cierran y los ecos de la conciencia forman una melodía interior. Empatizar es aceptar la primacía del oído.

14 de mayo de 2008

Carta


















Cuando escribí sobre una escena en la que dos personas escuchaban la misma música, aunque en habitaciones diferentes, un visitante anónimo del blog manifestó que le gustaría saber como continuaba la historia. Sonreí y respondí lo mejor que pude. Luego, una amiga me escribió un mail: esfuérzate y sigue la historia.
No la voy a seguir, pero hace días que pienso en otra historia que tiene relación, de alguna manera, con aquella primera escena. Sólo me veo capaz de contarla a la manera de una carta.
Fue durante una de las separaciones más difíciles que he vivido hasta la fecha, cuando entreví que ya me alejaba, sin vuelta atrás. Una tarde que estaba solo en nuestra casa, intuyendo un viaje que me llevaría lejos, decidí coger de la estantería común algún libro nuestro, alguno que tú hubieses traído cualquier día, impaciente por empezar a leer. Lo decidí rápido: el catálogo de la exposición de Arnulf Rainer que habíamos visto juntos, y un libro de poemas de Czeslaw Milosz (que acabo de coger). Leer poemas es una actividad maravillosa, en soledad o en compañía. Y hay uno de ese libro que casi me sé de memoria: La muerte de un hombre es igual a la caída de un Estado poderoso / que tenía ejércitos valerosos, caudillos y profetas y puertos prósperos y buques en todos los mares. (Y continúa).
Pero no fue lo único que me llevé de la estantería común. Aunque siempre vivíamos con poco dinero, a veces nos concedíamos grandes compras. Una de ellas fueron los dos cedés con las Suites de Violonchelo de Johann Sebastian Bach, interpretadas por Yo-Yo Ma. Venían en una caja maravillosa, de portada roja, de la firma Sony Classical. Aquella misma tarde decidí que yo me llevaría uno de los dos cedés, así podríamos seguir escuchando la misma música pero no de la misma forma: a cada uno le faltaría la mitad de las piezas, y las tendría el otro. Ni lo sentí como un reparto equitativo ni como el almíbar de la media naranja. No, no, aquello era lo que mi estómago y mi corazón me pedían, debía ser así, debía permanecer aquella marca en la piel, no compraría de nuevo esos discos. En cambio, cuando sonara aquel cedé, escucharía también el sonido de nuestra casa, la mesa grande de madera donde estaba el equipo de música. Incluso podría llegar un día, desconocido para los dos, en que los dos cedés estuviesen sonando al mismo tiempo aunque en lugares muy alejados. Serían casas distintas, por supuesto, incluso habría otras personas junto a nosotros, podría ser. Elegí el Disco 2 y no me llevé la caja original. Tú tardaste en descubrirlo, pero nunca dijiste nada y aceptaste las cartas del juego. El mío lo guardé en una caja vacía que se titulaba Nuevas Músicas, (menuda ironía), pero al poco tiempo le dediqué una caja nueva y la rotulé con cuidado: Suites nº2, 3 y 6.
Años más tarde, hace poco, mientras conducía, escuché en la radio una interpretación de estas suites que, literalmente, me obligó a detenerme para escuchar con toda la atención. Era una visión de Bach diferente a lo que conocía, se trataba del violonchelista Pierre Fournier. Y en ese momento decidí volver a comprar los dos discos con las suites para chelo de Bach, interpretadas por este músico. No sabía nada de él, ni lo conocía. Aunque a los pocos meses, otra amiga me dijo: Sí, Fournier es el Glenn Gould del violonchelo. Desde entonces, podría decir (a la manera de Murakami,... siempre habrá una mesa reservada para tí al fondo del restaurante) que en todas las casas que habito, hay una habitación dedicada a la música de Yo-Yo Ma, mientras en el resto de espacios me gusta disfrutar del admirado Pierre Fournier.
Ojalá mi amiga del correo electrónico entienda el esfuerzo por continuar la historia, a través de otra escena.

8 de mayo de 2008

Un viaje peligroso

Hace algunos días encontré un texto con las palabras que el explorador inglés Ernest Schackleton publicó en la prensa británica, para reclutar a la tripulación de su expedición a la Antártida:
Se buscan hombres para un viaje peligroso. Sueldo bajo. Frío extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura retorno con vida. Honor y reconocimiento en caso de éxito.
(Espero que sean palabras literales, y no una manipulación como parece ser que se hizo con el diario de Scott).
Suponiendo que así sea, me pregunto (sin respuesta por el momento), que significarían hoy día estas palabras. ¿Qué significarían si las despojásemos de los ecos poéticos y romáticos que casi instintivamente les añadimos?, ¿Quién las podría pronunciar?, ¿Qué significa hoy un viaje peligroso?, ¿Quién respondería al anuncio?. No sé bien por qué, me acordé de todo esto después de leer las declaraciones de la cubana Yoani Sánchez, la autora del blog Generación Y, en el que habla de como empezó a escribir en él por la necesidad de hacer un exorcismo personal. No sé cual es la relación entre un tema y otro.

7 de mayo de 2008

El amigo Mendelssohn

La música es un hilo de Ariadna que nos guía. Nada que ver con el hilo musical. Quien dice esto es el filósofo Eugenio Trías, en su libro El canto de las sirenas.
Aún no lo leí, sé de él por un artículo en el periódico y una entrevista con el autor en la que defiende que la música es una forma de conocimiento. Pero a mí lo que más me impresionó es cuando habla de uno de sus compositores preferidos: el amigo Mendelssohn. Cuenta que su música fue quien lo acompañó durante una grave convalecencia en el hospital. Porque, según Trías, el amigo Mendelssohn transmitía gozo, intensificación vital.
Leí esto en septiembre de 2007, recorté el artículo del periódico. Pero no olvidé sus palabras. Meses más tarde, instintivamente, un día busqué en una tienda algún disco de Mendelssohn. Un amigo que me acompañaba me recomendó el oratorio Elijah. Lo compré y comencé a escucharlo una y otra vez. Al poco le pedí a mi amigo alguna otra música de este autor. Y me regaló un cedé titulado Songs without words. Contiene la música para piano de las Op. 19, 30, 38 y 53, interpretada por Annie d'Arco. Y, tras semanas escuchando esa música, hoy volví a leer el artículo y la entrevista a Eugenio Trías.
Quería leer otra vez sus palabras porque lo que recordaba de ellas era esa idea de la música como algo curativo. También como un acompañante, con quien trazar un diario tan íntimo como estas piezas de piano. Hoy quería volver a tener cerca esos pensamientos y esas experiencias. Una parte de la vida que nos salva.