25 de octubre de 2009

Un canto para tí, amigo K

Escuchar una música, dedicando ese acto de atención a alguien que ya no está. Así fue en el último concierto.

Algunos días más tarde una música de la radio que apenas oía porque estaba en al cocina, consiguió que poco a poco me fuese acercando a ella casi sin yo saberlo, hasta que empecé a saborear los sonidos que venían en pequeños impulsos por entre los espacios de la casa. Comencé a prestarle atención, era un motete.

Luego, uno de los intérpretes dijo que un motete es una música de duelo y de esperanza.

12 de octubre de 2009

A mí me gusta escucharte

Son imágenes que provocan casi un dolor físico. Imágenes de la vida en un estado que parece el natural, no el de todos los días.

No mentir, no traicionar, no humillar, no dominar... Son palabras de Natalia Ginzburg citada por Gustavo Martín Garzo en un artículo que leí esta mañana. En él habla de esta escritora y la relaciona con la cineasta Agnès Varda, en su retrato de las espigadoras, también de ella misma: ir tomando de la corriente de la vida esos restos que nadie quiere y que conservan misteriosamente el poder de iluminar un instante nuestro paso por este mundo.

Esta noche ví la película Génova de Michael Winterbottom. Me será difícil olvidarla, es una maravilla que provoca algo que es casi dolor físico. Tres personas luchando por sobrevivir, queriéndose y gritando en mitad de la noche su dolor. Un padre y sus dos hijas, una de ellas aún pequeña. Una mujer maravillosa que los guía por la nueva ciudad y a la que él rechaza en favor de una tal Rosa, ¡qué rabia me dió!, ¿cómo pudo dejar que pasara a su lado sin más aquella mujer?

Todo parecen casualidades. Ayer, en un acto, por azar me senté al lado de una señora que no conocía. Al rato alguien nos presentó y comenzamos a hablar. Era una mujer madura, llena de poder en sus gestos, muy guapa. En muy poco tiempo me contó una desgracia igual a la que vive el protagonista de Génova.

Martín Garzo elogia el trabajo de las espigadoras, recoger las espigas que quedan abandonadas en la cuneta. Lo que no merece otro aprecio, lo que se desecha. En un momento de Génova, la niña más pequeña enciende una vela por alguien, y la mujer que la acompaña le pasa la mano por la cabeza mientras intenta responder a su pregunta sobre si existe el cielo. Al terminar la explicación le pregunta si tal vez habla demasiado. No, le responde la niña, a mí me gusta escucharte.

Zoltán

Al fin regresó la música en directo. El jueves pasado volví a elaborar el ritual del viaje que acaba en un concierto a las 9 de la noche en Santiago. Lo eché de menos con mucha frecuencia estos últimos meses. Me senté en esas butacas estrechas y rojas de hace veinte años, a esperar la salida de los músicos. Y aunque todos son desconocidos para mí, tuve la sensación de regresar junto a viejos amigos. Reconozco algunas caras, sobre todo las de quienes tocan en las primeras filas pero, de alguna manera, a todos ellos les estoy agradecido. Allí volvíamos a estar. Y eso ya era un triunfo.

La música que sonó no me emocionó especialmente. La primera parte me pareció fría y deslabazada y hasta me pareció sentir que faltaba concentración o algo así. No sé. En la segunda parte disfruté más la pieza de Xavier de Paz, y pensé que hace falta escuchar mucha más música contemporánea. Es bien curioso todo el público que hay para la pintura moderna y el poco que está dispuesto a escuchar la música que se correspondería con esos cuadros, (Muñoz Molina dice esto en uno de sus últimos artículos sobre música).

Pero lo mejor del concierto para mí fue la última pieza, las Danzas de Galatea de Zoltán Kodály. Aunque no la conocía, la sentí como una música que me era familiar. Sonidos con muchas capas, desde la música más popular hasta otra más elaborada. Música mestiza que corre por todo el cuerpo, desde los sonidos de la infancia, hasta la alegría de la luz. La lentitud, la calma y lo impetuoso, pero no desde el lado romántico. Con unos lugares maravillosos para el clarinete. Ser recolector de sonidos perdidos y ser autor de sonidos nuevos, Kodály y Bela Bartók.

Después conduje en silencio, no quería interrumpir la continuación de esa parte final.

6 de octubre de 2009

Será complicado

Dentro del cine, cuando la película comienza, igual que en los párrafos de la primera página de un libro, todo vuelve a empezar. Una y otra vez. No hay desgaste, nunca lo hubo ni nunca lo habrá. Hoy el proyector se apagó a mitad de la sesión y la sala quedó casi a oscuras. Tardaron algunos minutos en solucionar el problema, después la historia continuó fluyendo.

Hacía tiempo que una película no me agitaba de esa manera, en varias direcciones a la vez, tirando de muchas partes del cuerpo, haciendo crujir la nave. Todas direcciones quiere decir una sola, la de la única fuerza que mueve todo lo que hacemos (estoy convencido, hasta las cosas más increíbles y locas), aquello que nos lleva a avanzar hacia los recuerdos y a resumir años en escenas sin importancia aparente (por ejemplo el vestido que llevabas en tal o cual momento).

Poco a poco me fuí quedando más y más quieto en la butaca. Inquieto también. Mirando la pantalla, reconociendo varias películas al mismo tiempo. Sudoroso. Y al final noté que la ropa se me pegaba al cuerpo. Igual que cuando atraviesas un momento intenso y complejo y te felicitas por haber salido de allí. Pero aún no quería irme. Aguardé hasta saber que la película estaba basada en la novela La pregunta de sus ojos, de Eduardo Sacheri. Hasta el letrero de Dolby Stereo.

Después caminé hacia casa, crucé el puente sobre el río que me recuerda alguna ciudad yugoslava. Cené rápido. Quería subir a escribir esto: que hay diálogos maravillosos como el del final de hoy:
- será complicado (dicho por Soledad Villamil)
- sí, lo sé (dicho por Ricardo Darín)
No muy lejano del que mantiene el protagonista con la bibliotecaria de Lugares comunes, Tutti Tudela.

Ahora llueve sin cesar. Echaba mucho de menos la lluvia.