26 de diciembre de 2010

La sal de la carretera

Viajo muy despacio. La sal, reseca por el sol, forma un polvillo blanquecino sobre la carretera en el que se marca el paso de cada coche. La nieve reluce muy cerca. A ratos voy en silencio, a ratos escucho el ruido del motor, a ratos oigo algún programa en la radio. Hoy hace sol.

Después del periódico, por la noche leo unas fotocopias con el homenaje que Roland Barthes escribió para Michelangelo Antonioni. Empieza así:

En su tipología, Nietzsche distingue dos figuras: el sacerdote y el artista. Hoy en día, tenemos sacerdotes de sobra: en todas las religiones e incluso fuera de la religión; pero ¿artistas? Quisiera, querido Antonioni, que me prestara un momento algunos rasgos de su obra para permitirme fijar las tres fuerzas, o, si lo prefiere, las tres virtudes que a mis ojos constituyen el artista. Las nombro ahora mismo: la vigilancia, la sabiduría y, la más paradójica de todas, la fragilidad.

21 de diciembre de 2010











Un fragmento de ADN

20 de diciembre de 2010

Solve et coagula

Solve et coagula.

Es la fórmula que resumía el arte de la transmutación en los alquimistas: disuelve y reúne. Hablaban de transmutar un metal en otro, un caos primitivo en oro. Lo leo en un libro raro: "Catarsis" de Andrzej Szczeklik, un médico (me animé a leerlo porque el prólogo es del poeta Czeslaw Milosz).

18 de diciembre de 2010

Una voz en el circo Price

Se apagaron las luces y callaron las conversaciones del público que lo esperaba, se hizo el silencio. Y del medio de la sala, a oscuras, comenzó a llegar su voz sola, sin acompañamiento al principio, luego arropada, aunque de momento sin instrumentos. Un canto denso y envolvente, a ratos seco. Desde lo alto de la tribuna del circo Price, en Madrid, apenas se veía nada allá abajo. Pero llegaba su voz y no se escuchaba otra cosa. Un canto conmovedor, algo que giraba y ascendía en aquel escenario circular. Así siguió un buen rato hasta que se encendió alguna luz en el escenario, y en el pasillo entre butacas, para que aquel pequeño grupo de cantantes avanzara y pudiera subir al escenario. Allí acabó aquella primera canción, los aplausos cerrados, su voz ronca, socarrona, tranquila y cariñosa. Por momentos los puños y los ojos cerrados, la elegancia en todo el cuerpo sentado, la luz oscura que caía sobre su traje, la luz más blanca también. Poco a poco cantó en un flamenco de letras nuevas que a él le gustaba escoger. Mucho frío fuera y el cante que se alargaba durante aquella noche. Todo pasó muy rápido. Dentro hacía mucho calor (había llegado corriendo, casi no llego). Fue el 20 de febrero de este año. Un concierto de Enrique Morente.

Un día inolvidable.

16 de diciembre de 2010

Sentido no es significado

Una de los mejores bálsamos que conozco para tratar las heridas es escuchar la música de Bach.

Hoy, en medio de un frío polar (dentro y fuera), viajé con toda la atención puesta en la Misa en Si Menor dirigida además por Nikolaus Harnoncourt. Es una pieza vocal luminosa y brillante, deslumbrante, entregada a algo que va más allá de ella y que la recorre sin dejarse ver.

Pero al mismo tiempo la música no debe servir para tratar las heridas, ni mucho menos para entretenerse en darles lametones más o menos concienzudamente. Hace unos días leí una entrevisa al filósofo Eugenio Trías en la que decía que la música no posee significación, pero rebosa de sentido. Y creo que debe ser eso lo que ayuda a regenerar los tejidos muertos: el sentido.

Porque, de alguna manera, las heridas son una pérdida de sentido de algo que forma parte de la esfera de nuestro mundo. Y el estar cerca, simplemente eso, de algo que rebosa otro sentido hace que, por simple ósmosis, nuestras células más internas vuelvan a latir. Encontrar sentido a lo que no parece tenerlo, a lo que se nos niega, a lo que parece estar muy lejos de tener un significado, a veces es una buena razón para querer despertar.

13 de noviembre de 2010

Rascando el aire frío

Se podrían decir muchas cosas, pero de momento solo cae nieve sobre un montón de piedras y se ve un campo lejano como una raya de ojos. Hay un hombre paseando por allí con su perro. No se oye nada, solo el perro está arañando y rascando el aire frío con su pata.

Un amigo me envió hace semanas este fragmento de La ciudad leopardo, de Subhro Bandopadhyay. No conocía el autor ni el libro, pero el texto sí me recordó otros ambientes. En particular el libro de Colin Thubron En Siberia, y sobre todo un capítulo en el que relata su acercamiento al ártico y los días que pasó en un pueblo llamado Potalovo: frío y un vacío que era una pizarra en blanco sobre la que escribir.

Esta semana tuve la sensación de que se iniciaba, al fin, la temporada de conciertos de este año (aunque ya lleva un mes).

9 de noviembre de 2010

Partir, quedarse

Continuo leyendo El viaje a Portugal de José Saramago. Hace días decidí anotar en mi libreta pequeños fragmentos en los que habla de su manera de entender el viaje, tal vez cualquier viaje. Repaso esas notas con cierta insistencia. Estas son.

Viajar debería ser cosa de otro concierto, estar más y andar menos, tal vez incluso debiera instituirse la profesión de viajero solo para gente de mucha vocación, que mucho se engaña quien piense que sería trabajo de pequeña responsabilidad, cada kilómetro no vale menos de un año de vida.

El viajero no ha pedido y le fue dado. ¿Puede haber mejor dar que éste?

La sombra de un hombre que por aquí anduviera, mucho podría aprender

Aquí se habla de impresiones, de ojos que pasean y aceptan el peligro de no captar lo esencial por prendarse de lo accesorio

Sabe no obstante lo suficiente de sí mismo para sospechar que su mal nace de no poder conciliar dos opuestas voluntades: la de quedarse en todos los lugares, la de llegar a todos los lugares.

Evitará las carreteras principales, quiere distraerse por estos estrechos caminos que unen a los hombres con sus vecinos, coleccionando nombres singulares, de norte a sur, y, siempre que uno le apetezca al borde del camino, lo repetirá en voz baja, saboreará su gusto, intentará adivinar su significado, y casi siempre desiste, u otro aparece ante él cuando aún no ha logrado descifrar el primero.

El día había dado mucho y negado mucho. Así es la vida.

Huye el viajero del mundo para encontrar el mundo en formas particulares: las del arte, de la proporción, de la armonía, de la continuada herencia que de mano en mano va pasando.

Pero aquello que el viajero no puede ver, lo imagina, que también para eso viaja.

Con este estado de espíritu se comprende que el viajero busque, preferentemente, tierras pequeñas, sosegadas, donde él mismo pueda oír bien las preguntas que hace, aunque no reciba respuesta.

Pagó el viajero la cuenta y salió con la impresión de que aún había quedado a deber algo.

Por ella /la piedra áspera/ pasa las manos con un gusto que es sensual, siente el grano rugoso en las yemas de los dedos, y con tan poco es feliz un viajero.

El viajero tiene clara conciencia de que solo viéndolo se ve, aunque no olvide que incluso para ver se requiere aprendizaje. Por otra parte, es eso lo que el viajero anda intentando: aprender a ver, aprender a oír, aprender a decir.

Así debía ser el viaje. Estar, quedarse.

3 de septiembre de 2010

El día, aún crudo

"Era domingo en la pampa. Y tal como los pampinos se afirulaban y se ponían sus mejores prendas para salir a la calle, el sol apareció por el lado de los cerros radiante y redondo, exacto como un Longines de oro.

Toda la esfera del cielo era una soledad azul, sin la más remota posibilidad de una nubecita perdida, extraviada de su rebaño blanco. Era domingo en la pampa y el día, aún crudo, amenazaba con arder por los cuatro costados.


El calor iba a ser de perros".


Hoy no es domingo, y tampoco hace un calor especialmente duro en esta ciudad, el día amaneció gris y fresco. No conozco la pampa, ni Chile, ni el desierto de Atacama al que se refiere Hernán Rivera Letelier en "El arte de la resurrección", de donde es el fragmento que he copiado. Leo ese libro a ratos, aunque no me termina de atrapar. Por el medio me dedico a dibujar en un mapa el "Viaje a Portugal" de José Saramago y sobre todo un ensayo de Nikolaus Harnoncourt. No sé por qué he seleccionado este texto de Letelier, pero no lo olvido. Me gusta lo feo y preciso de un Longines de oro. Y sentir el calor crudo.

Quiero volver a escribir algunos encuentros en este blog, y creo que esto nada tiene que ver con que sea el mes de septiembre y uno vuelva a no se sabe que cosas. A veces pienso que apenas hay cambios, ni mejoras ni empeoramientos, ni ajustes, ni olvidos, ni nada de nada. Solo encuentros que cada uno tiene que iluminar con luz propia.

30 de abril de 2010

Las aves del bosque

Hay luna llena.
Un ave nocturna cruzó sobre la carretera.
Todo duerme en la casa.

La música a través del cuerpo, volando sobre lo que no se comprende, cruzando como una flecha el interior de lo que no se entiende, demasiadas cosas. Cuatro percusionistas, toda una orquesta sinfónica sonando en el final de Variaciones Concertantes, de Antón García Abril.

Y antes y después, La Creación de Haydn. Sobre todo el dueto de Adán y Eva con coros, Von deiner Güt. La misma música que cruzó el bosque entre las aves nocturnas que dormían en los pinos, tantas veces. Los sonidos del final de la creación, después del sexto día. La música que el director de orquesta que interpretaba Héctor Alterio escuchaba al caer la tarde, mientras pensaba en su joven amiga.

Que conocía mejor que nadie las aves del bosque.

La búsqueda de la levedad como reacción al peso de vivir.

17 de abril de 2010

Siempre los viajes de invierno

En un viaje para descansar fuera del país, lo primero que mi amigo hizo al llegar a la habitación del hotel fue revisar su blog y responder algunas entradas sin importancia. Viajaba solo y me contó lo raro que se sintió por esa necesidad.

Algunas veces todo lo que se puede responder es el silencio, sin que tenga nada que ver con la indiferencia. Respondemos con un paisaje de invierno, las afueras de alguna ciudad perdida a la que se llega por caminos que se van cerrando tras quien los atraviesa. Tal vez la música pueda enseñar algo sobre la duración de esos silencios, es una ilusión pensar que ella nos puede dar algo de la educación sentimental que nos falta.

Hoy en el mercado, una pescadera habla con dos niños pequeños mientras coloca unos peces entre el hielo. Uno de ellos le pregunta por que una merluza está sin ojos y otras de la misma caja los tienen.

Abrazar una voz. Mientras conduzco, escucho en la radio el último lieder de la colección Viaje de Invierno de Schubert. Y deseo llegar a casa para volverlo a poner y escucharlo con atención, no lo recordaba así. Llevo varios días oyendo en algún momento del día esa pieza. Apenas tres minutos para lo que parece una voz que viene de otro mundo, un piano fúnebre, el aroma del humo y del frío, de las casas que se cierran después de conocer la alegría en su interior. Cada vez que lo escucho la imaginación se rompe aún más, se pierde en la despedida. En una mezcla de calma por lo inevitable, también de dolor por mirar a los ojos y no encontrar los ojos. Lo fúnebre del viaje, del dejar atrás para apreciar que todo lo que persigues estaba allí y allí se queda. E impotencia cuando la voz sube y ya se deja ir al silencio otra vez.

Hace años leí con una gran intensidad El peor viaje del mundo. Escrito por Apsley Cherry-Garrard, narra la expedición de Scott al polo Sur de la que él formaba parte. Fue una época en la que soñé con llegar a ser un experto en las expediciones polares. Tengo el ejemplar cerca de mi, lo abrí porque hay algo en ese lieder que tiene que ver con la entrega y la despedida de aquel viaje. Reuní mucha documentación, estudié mapas, dibujé las trayectorias, tomé notas sobre los viajes al centro del frío. Ahora voy pasando las páginas, mirando las que están señaladas. El capítulo 7 se titula El viaje de invierno.

Hace unos días pude escuchar por primera vez en directo La canción de la tierra, de Gustav Mahler, interpretada en la versión para orquesta de cámara que preparó Arnold Schönberg y completó Rainer Riehn. Y en el final, otra vez esa voz de despedida, de un dolor sin final, del vagabundo en los bosques del invierno. Sabía que esa música entraba en ese territorio, pero no conocía la historia de la muerte de la hija del compositor (o tal vez el augurio de la suya). Es la serenidad del atardecer, cuando la tierra respira plena de descanso y sueño.

También pude escuchar el concierto para clarinete KV 622 de Mozart, conducido por un Frans Brüggen que apenas podía caminar, y que dirigió a la RFG sentado en una vieja silla giratoria. No lo sentí como una interpretación excepcional, pero me llamaron poderosamente la atención los silencios que él conseguía introducir en el fluir de esa música. Parecían pequeñas paradas destinadas al descanso de los sonidos, del clarinete, de los oyentes, de los recuerdos. Tal vez eran los silencios de la despedida, cuando aún tienes delante la imagen pero ya nada sirve para llegar hasta ella. Y el tren arranca.

Sopra frío nos meus piñeiros. / Eu quedo aquí e espero o meu amigo; / Eu espéroo para o derradeiro adeus./
Eu anhelo, amigo, gozar ao teu lado / a beleza deste anoitecer./ Onde estás ti? Ti deixáchesme longo tempo só! /
Eu vago arriba e abaixo co meu laúde, / por vieiros cheos de suave herba.

Es un fragmento en gallego del final de La canción de la tierra, extraido del programa de mano del concierto.

En el mundo civilizado a los hombres se les acepta tal y como son porque existen muchas formas de disimulo, y además hay muy poco tiempo y puede que incluso muy poca comprensión. Esto no ocurre en el sur. Estos hombres hicieron el viaje de invierno y sobrevivieron; luego hicieron el viaje al polo y murieron. Eran de oro de ley, relucientes y puros. No puedo expresar con palabras lo buenos compañeros que eran.

(Copiado del capítulo El viaje de Invierno, de El peor viaje del mundo).

Ahora subiré a la bicicleta y pedalearé todo lo fuerte que pueda hasta que el camino acabe en un bosque de acacias negras. No pensaré en nada, intentaré no recordar nada, iré sólo pendiente de la ruta, aunque con algunos sonidos que tienen la misión de recordar el silencio de los viajes de invierno. Y las ausencias. Después, cenaremos con vino.

20 de marzo de 2010

Una nana de tres palabras: Tirineni, Ngong, Amati

La belleza de los bocetos, la de los ensayos, también la de las piezas interpretadas fuera de programa.

El jueves pasado escuché al violinista Gidon Kremer con la OSG. Primero, el Concierto para violín y orquesta en Re mayor, op. 35 de Chaikovski con un sonido de violín que para mí era nuevo: mucho más denso y también variable que el habitual. Lleno de ecos y resonancias, de dulzura y profundidad.

Tras eso, interpretó él solo una pieza fuera de programa. Fue un encuentro con la polifonía de un violín de 1641 (un Nicola Amati según el programa de mano). Escuchando con atención era difícil entender que esa música estuviese hecha por un solo instrumento y por un solo músico. Era una polifonía con formas orientales, un diálogo entre la mano derecha y la izquierda, que también pulsaba las cuerdas. Una música misteriosa y con una intensidad llena de silencios. Al terminar, mientras el público se iba al descanso, varios intérpretes de la OSG se acercaron a su partitura para saber que era lo que había sonado.

Pero la solución no estaba en conocer los datos de la partitura. Llevo pensando desde entonces en lo que allí escuchamos.

Aquella música tenía que ver con un cruce de voces, en voz baja, a veces sin hablar; mejor dicho, con un recuerdo de voces. Había alguna relación entre aquel colorido y la densidad de la memoria, entre la desigualdad de los datos y la certeza de lo que inventamos o necesitamos recordar.

Aquellos sonidos se parecían a otros que había escuchado en los últimos días. Primero la pieza Kala!, del guitarrista Ali Farka Touré y el instrumentista de kora Toumani Diabate (In the heart of the moon, 2005). Sonidos que vienen de la luz, del placer de mirar el desierto, de imaginarlo. Un avanzar y un retroceder constante, una especie de baile sensual y ágil, melancólico, para no olvidar un cuerpo o un desierto.

Pero el Nicola Amati, pequeñito y de un amarillo intenso, también estaba muy cerca de Tirineni Tsitsiki, interpretada por Lila Downs (Una sangre, 2004). Y otra vez la luz intensa, cegadora pero no violenta, una contradición, que te pone frente a otra percepción del tiempo. Un diálogo hipnótico al que se responde en silencio, como a una nana.

En silencio exactamente no. Son músicas que activan ciertas zonas restringidas, que a veces uno identifica conforme las va dibujando en la memoria. Son sonidos para arrancar luz a la memoria, para hacerla salir a campo abierto, para iluminarla y saber qué sí y qué no. No lo que ocurrió, sino lo que va a ocurrir a partir de ahora.

Es la luz que hace que los ojos por momentos sepan a sal: Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong. Siempre hubo una granja en África cuando uno cambió de continente. Mirando, imaginando, las grandes extensiones de terreno, las hogueras, los animales salvajes, las rutas a través de lo desconocido, las fiestas con un farol encendido, el sonido de esa luz amarilla y circular, un pequeño instrumento tiene la capacidad de convertirse en brújula también. Sin saberlo.

15 de marzo de 2010

No hay prisa, es viernes a la noche

Tres escenas:
A la mañana.
Miro unas fotos sobre una mujer mayor que sufre Alzheimer. En una de ellas intenta escribir su nombre, pero ya no sabe escribir, también lo ha olvidado. Aún así traza algunas letras: una eme preciosa para iniciar el nombre de Marina, ilegible. En otras fotos está jugando a las cartas con una mujer joven que es su hija. Entonces le pregunto a quien hizo las imágenes si la mujer mayor todavía se acuerda de jugar a las cartas y me responde que no. Pero que su hija juega con ella, cada día, con una seriedad de buena jugadora, a un intercambio de cartas que obedece a reglas desconocidas para las dos. Se inventan un juego y un significado para las cartas, e imagino que para todo lo que existe en ese espacio que comparten. Un juego solo se modifica con otro juego.

Al empezar la noche.
Tuve ganas de acercarme y decirle: Maestro, no hay prisa, es viernes a la noche. El pianista Alexander Ghindin interpretó el viernes pasado de una manera magistral piezas de Scriabin y Rachmaninov. Pero sobre todo Cuadros de una exposición de Modest Mussorgski. A un ritmo lento, mucho en algunas ocasiones, pero de una profundidad difícil de alcanzar. Sonidos de trazos largos y densos que avanzaban con las pulsiones de un ser increíblemente vivo, capaz de apreciar la diferencia. El público reconoció el esfuerzo y el pianista concedió tres piezas breves e igual de intensas que la emoción que había en la sala. Parecía querer seguir tocando toda la noche. Ojalá hubiera sido así.

Al final de tres días.
Al caer la tarde, frente al sol, las aves marinas viajan hacia el mejor lugar para pasar la noche. Frente a la luz rojiza cruzan convertidas en siluetas negras. Un hombre sube con tres niños pequeños a una roca cercana. Intenta sentarse para ver ponerse el sol, pero ellos gritan y juegan y es imposible tener la tranquilidad que parece buscar. Se enfada, les riñe, pero también se rie con ellos. Hablan portugués, me gusta oírles mientras miro el mar. Creo que les dice algo sobre un árbol que se llama guayacán. Falta poco para que empiece la noche. En la cabeza, una y otra vez, un poema de Billy Collins titulado The Introduction, de su libro Lo malo de la poesía. Y la confusión, siempre, con otro de Philip Larkin (¿Es solo por ahora o para siempre / que el mundo tenga que asirse a una estaca?). The Introduction es demasiado largo para copiarlo aquí, que es lo que me gustaría. Habla de lo que es obvio y de lo que es menos obvio, de lo que necesita presentación y de aquello cuya principal propiedad es permanecer en la oscuridad. Y de ser espectador de todo esto.

7 de marzo de 2010

Saberlo y no saber como demostrarlo

La noche del jueves sucedió algo en la orquesta.

Algo que tuvo que ver con un sonido hecho de silencios y encajado en una estructura de enorme precisión (al tiempo que se respiraba un aire de felicidad y satisfacción en los propios músicos). O al menos eso me pareció.

Todo el programa estaba dedicado a Robert Schumann. El Carnaval Op. 9 (orquestado por M. Ravel) se terminó y el público no aplaudía (algo bien raro, pero que se agradece durante esos segundos que siguen a los últimos sonidos). Fue una pieza corta, rara, llena de vida.

Tras ella el Concierto para piano en la menor Op. 54 con el pianista Iván Martín. El piano y la orquesta sonaron llenos de integración y comenzó a escucharse en la sala ese algo que se identifica como excepcional aunque no se pueda demostrar. Daba gusto seguir unos sonidos que, organizados en capas muy finas, recubrian la melancolía y la lentitud de algo que palpitaba en la música. Como luego sucedió en la Sinfonía nº3 en Mi bemol mayor, op. 97, "Renana".

No cabía otra cosa que ir tras aquella ruta que parecía adentrarse por momentos en la taiga rusa, en la nieve y el invierno, en los bosques de abedules de Dersu Uzala. El Maestoso de esa sinfonía fue el avance hacia una tensión irresoluble, hacia un diálogo sordo, a media voz, entre las pulsiones propias del invierno y el ansia de que llegue alguna primavera.

Para mí ha sido uno de los mejores conciertos de la temporada. Hice los cien kilómetros de regreso a casa en silencio.

Dos días después, encontré por casualidad esta frase de E. M. Cioran en un blog de internet y la anoté:

Yo sé que todo es irreal, pero no sé como demostrarlo
.

24 de febrero de 2010

ayer, si el tiempo lo permite

Algunos días me apetece elaborar una lista de cosas que merecen ser observadas con atención y con tiempo. Más que cosas son acontecimientos, porque incluye personas y lo que estas personas hacen o dicen, y animales, ciudades, viajes.

Anoté en la libreta: solo por los peces de colores. Solo por ellos merecía la pena conocer la Alcazaba. Girando en el agua oscura, a la sombra de varios cipreses, en el estanque de un palacio perdido.

También anoté el título de un trabajo del profesor que fui a escuchar: Posible de olvidar. Todo se olvida, todo se transforma, en oposición a lo que se suele admitir (responsable a veces de una mezcla de sufrimiento y placer interno) de que lo que hemos vivido es Imposible de olvidar, explicó.

Un bote de laboratorio con ojos de hipopótamo y otro con el corazón de un cisne.

La música de Anouar Brahem, que conocí porque un amigo me regaló una pieza. Y el concierto que dará en Lisboa en otoño y al que de una u otra manera iré (como el zorro necesita preparar su corazón horas antes de que llegue El Principito).

Una mujer joven sentada en el tren que, a primera hora de la tarde, saca de su bolso la partitura de la Sinfonía nº 41 de Mozart y se pone a estudiarla con detalle, la sinfonía Júpiter, la última. Una fantasía cumplida, casi me apetece decir. Y de repente una mujer mayor la interrumpe al acercarle un teléfono móvil con la foto de su nieta y decirle que ha descubierto que son parecidísimas. Sí, nos damos un aire, le respondió. Y siguió haciendo anotaciones con un lápiz.

Una relación estable con cosas pasajeras.

Todo eso y un concierto de Enrique Morente: la experiencia de estar frente a un manantial. A él le escuché cantar Ayer, si el tiempo lo permite. Con una voz como no hay otra: intensa, fuerte y ronca, porosa, nítida también. Canta y ajusta los recortes de las emociones, desde el grito al susurro.

Era la primera vez que lo escuchaba en directo. Con letras del flamenco más actualizadas y una enorme sobriedad y pureza, sin concesiones a lo fácil, más de dos horas de música. Hubo momentos en ese concierto, también antes y después, en que todo estaba en orden. No había nada que temer ni nada que buscar en la lejanía.

3 de febrero de 2010

Lo que la mano izquierda vio

Ayer un error cometido en público generó un diálogo más rico de lo habitual. Pero quedé muy confuso tras aquello, decidí parar a descansar, a dormir. Y un sueño profundo, tenso, me retuvo en lugares que se repiten con frecuencia hasta el amanecer. Entonces una parte de mí trata de investigar hasta donde ha viajado, en la oscuridad, otra parte que no consigo identificar.

En el desayuno leo:
Entonces alargué la mano adormecida para tocarle la cara, por debajo de su amplia frente, y de pronto en lugar de las gafas mis dedos encontraron lágrimas. Jamás en mi vida, ni antes ni después de aquella noche, ni siquiera cuando murió mi madre, había visto llorar a mi padre. Y de hecho tampoco esa noche lo vi: la habitación estaba a oscuras. Solo mi mano izquierda lo vio.

El jueves pasado escuché un concierto inolvidable. La RFG dirigida por Cristoph König (no lo conocía) interpretando a Rossini, Shostakovih y Antonín Dvorák, con el solista de violonchelo Alban Gerhardt.

El inicio con Rossini fue rápido, preciso y activador. Apenas unos minutos para conectarse con el mundo de una orquesta en movimiento. Pero la música que venía después es la que continua, a su manera, alimentando esos sueños. El concierto para violonchelo nº 2 op. 126 de Shostakovich, con Alban Gerhardt como solista y König dirigiendo. Todo tomó otro rumbo.

Se iniciaron unos sonidos duros, difíciles y sombríos que intentaban arrancar un pequeño diálogo entre el solista y las repentinas entradas de la orquesta, de la percusión, de todas y cada una de las secciones de instrumentistas. Silencios en los que solo se escuchaba la agitación seca y cortante del violonchelo. Poco a poco la música de Shostakovich fue creando una tensión que nunca acababa de resolverse: solo aquel avance incierto, sarcástico, poderoso. Semejante por momentos a la mano izquierda que encuentra las lágrimas en la cara que acaricia en la oscuridad. En la que busca protección también. No había solución, solo quedaba aceptar la incertidumbre y la noche de aquellos sonidos, la desesperanza que encerraban. La necesidad de compartir la noche.

La interpretación era seca, intensa, dirigía con precisión el corte en la piel. No había lamento ni compasión. A cada paso todos nos íbamos quedando más y más a la intemperie. Solo alargando la mano izquierda para comprobar si el otro también tenía los ojos inundados. Un proceso que transcurría en la oscuridad, sin poder ver, en el interior de un sueño.

Shostakovich compuso este concierto inmerso en un sufrimiento físico intenso. Y lo hizo para su amigo y admirado Rostropovich (lo leo en las notas de mano del concierto). Y todo eso fue unos pocos años antes de que Amos Oz estuviera al lado de su padre cuando este lloró una noche en medio del asedio a Jerusalén durante la guerra de 1947.

En un momento del sueño de esta noche me incorporé, comprobé si todo el mundo dormía y aunque el invierno está empezando a desaparecer, recuerdo que elegí para leerte un poema de Joseph Brodsky que empieza así: Cae la nieve dejando el mundo entero en minoría. Aquella música había dejado también a todo el auditorio en minoría. No había consuelo en el sueño.

Tras el concierto de Shostakovich vino el descanso. Y en la segunda parte, para interpretar la sinfonía de Dvorák, Alban Gerhardt se deslizó suavemente al fondo de la orquesta para interpretar con su violonchelo, como uno más, aquella música impetuosa. Parecía sonriente, agradecido. Nunca había visto eso.

26 de enero de 2010

¿Por dónde voy?

Un sol muy intenso atraviesa todo el vagón. Algunos asientos hacia delante una mujer enseña a leer a sus hijos con un texto hecho de frases cortas. Palabra por palabra. Y cada poco uno de ellos, al que imagino pegado a la hoja y siguiendo la estrecha línea de arabescos que deben ser las letras para él, se detiene y como si lo invadiera una angustia repentina pregunta por donde va. Supongo, porque no los veo, que entonces ella pone su dedo en el renglón, señala la última palabra e infunde la confianza necesaria para retomar la frase. Continuar.

Cada cual se tapa hasta donde le alcanza el poncho
, dice Ataulpa Yupanki. Escucho su música interpretada al piano, sin su voz. Falta su voz.

En el mismo vagón leo unos versos de T.S. Eliot. Y también me pregunto cada poco, no muy distinto del niño, que por donde voy.
Señora, tres leopardos blancos se posaron bajo un junípero.
En la tibieza del día, habiéndose alimentado hasta la saciedad
De mis piernas mi corazón mi hígado y todo lo contenido

En la hueca redondez de mi craneo.
Y dijo Dios:
¿Acaso vivirán estos huesos? ¿Acaso
vivirán?


No conozco el original pero no me suenan bien estas palabras traducidas. Pero sí me gusta pensar y sentir tres leopardos blancos.

Empecé pensando que iba a copiar un poema entero de Joan Margarit: Nunca quemes las cartas de amor. Pero hoy no. A cambio miro de reojo su último libro: Misteriosamente feliz.

La sensación de esperar algo que no se puede nombrar, aguardar sentado en esta silla y, mientras tanto, escuchar la música.

15 de enero de 2010

Una medida del tiempo: cada día a las ocho

Cada día a las ocho de la tarde los vecinos bañan a su hijo pequeño. Me contó que todos los días de este invierno, desde que nació, se escucha a través de la pared el borboteo del agua, las voces, las risas y un tono de voz que no se olvida aunque no se identiquen las palabras. Sentados frente a un café también me dijo que cuando estaba en casa y lo escuchaba, sentía que era una señal de que todo iba bien, de que todo estaba en orden, que el día había merecido la pena, mejor dicho, que ese día tampoco sería el final. El baño de aquel niño era una medida del tiempo.

Ayer hubo concierto. Fue un concierto maravilloso, una tarde extraordinaria. Nos citamos en la cafetería de un hotel en la circunvalación de la ciudad, de esos que a los dos nos gusta reservar por internet a la mitad de precio, y en los que apreciamos una habitación silenciosa.

La RFG conducida por Manuel Hernández Silva, un director venezolano que no conocía. La primera pieza fue la Serenata para cuerdas en Do Mayor, op. 48 de Chaikovsky. Yo nunca había escuchado una interpretación así de viva y cuidada de ese tipo de música. A cada paso, más y más espacios abiertos en ese tiempo romántico. La sonatina, un vals, una elegía y un final que parecía cruzar, vagar, por la Rusia de Dr. Zhivago. El paisaje, los caminos a través de la estepa, el drama y la emoción palpitante, el romanticismo ruso. Rusia. Todo aquello con una precisión, una amplitud y una pasión enorme.

En el descanso miré el programa de mano. Aquel director dialogaba de otra manera con la música, para empezar sonreía, y trataba los sonidos con una intensidad lejana a la relación burocrática. Venezolano. Recordé la orquesta y el proyecto musical Simón Bolivar, la película de Simon Rattle sobre la educación musical, las ganas que tengo de escuchar una interpretación de Gustavo Dudamel.

Como llegué con más de media hora de antelación a la sala, primero hice tiempo en la cafetería y luego ya sentado en la butaca. En todo ese rato ví gente que no es la habitual en los conciertos. Personas mayores, pero también muchos niños, incluso algunos adolescentes. Con la segunda pieza del programa llegó la explicación: los vecinos de Guláns, una parroquia de Ponteareas, habían llenado un autobús para acompañar al compositor gallego Rogelio Groba a celebrar su ochenta cumpleaños en el auditorio. La segunda pieza, Concerto no lameiro, de Groba, fue el homenaje de la ciudad y de la orquesta.

No es lo habitual, gente de un pueblo pequeño (con excelentes bandas populares) que acompañan a un músico que tiene su mismo físico, viste un traje gris y se mueve como si tuviese veinte años menos. Antes de la pieza subió al escenario a decir unas palabras de agradecimiento. Cada frase era aplaudida por todos, muy especialmente por sus vecinos. Los niños estaban eufóricos en el auditorio, conocían al homenajeado y él los miraba sonriente. No se podía pedir más. Primero habían dirigido con sus manos y desde sus asientos la pieza de Chaikovsky y ahora aplaudían con ganas.

Al final, una Sinfonía núm. 36 de Mozart que parecía obedecer a abruptos contrastes de un romanticismo oscuro: por momentos todo parecía terminar para luego volver a existir. Para mí sonaba a otros autores, no me concentré. Pero no importaba, tal vez era el cansancio de las once de la noche tras una jornada intensa, o la larga temporada escuchando sus conciertos de piano.

Ahora sigo pensando en las medidas individuales del tiempo. Y en el misterio que las hace tan fiables. Por ejemplo la hora en la que en una casa hay que bañar a los niños. O la música inesperada de Chaikovsky al final del día. O las conversaciones que están fuera de lo que podríamos esperar y que permiten encajar las suficientes piezas del puzle para que identifiquemos otras caras de lo que ocurrió.

9 de enero de 2010

Amaicha

Cuando estaba en el instituto leí un libro titulado La importancia de vivir, de Lin Yutang. En uno de sus capítulos describía con todo detalle diez momentos plenos de felicidad. Eran cosas como un paseo por el monte, una tormenta repentina que empapa al paseante y su llegada a la casa caliente donde se pone ropa seca. Acontecimientos así de pequeños, así de grandes. Desde entonces, en las conversaciones con algunos amigos compartimos la clave, en un instante dado, de estar en un momento Lin Yutang.

Hace días que una y otra vez experimento un momento Lin Yutang. Desde que descubrí el programa de radio clásica Juego de Espejos, de Luis Suñén, intento escucharlo todos los domingos a la noche. Pero a veces no es un buen momento. Así que investigué y encontré en la web de R2 los archivos digitales de cada programa emitido, al menos de los últimos. Los descargué y decidí grabar un programa en cada cedé. Así que tengo sesenta minutos por programa en el que un invitado pone la música que le gusta, la que lo acompaña a lo largo de los años, la que admira (nadie es músico profesional), la que le permite reconstruirse a cada paso.

Comencé a escucharlos en casa, pero enseguida sentí que el mejor lugar para esa audición era un viaje en coche, a lo largo de una carretera. Y ese es el momento Lin Yutang: salir a carretera abierta y encender el aparato de música. Hace pocos días de esto pero cada cedé se ha convertido ya en la medida de tiempo más precisa que tengo para mis viajes. Un programa permite llegar, yendo despacio, a Portugal (por ejemplo). Y un programa y un pequeño silencio de reposo es suficiente para llegar a las montañas de Sanabria, yendo algo más rápido. Con las dos o tres primeras músicas de cada invitado (muchas veces asociadas a la infancia) llego muchos días a una pequeña salida de trabajo. Y también con un programa entero estoy en el centro de Santiago, o de Vigo. Aún no he probado esta medida en viajes largos, aunque ya puedo calcular las distancias. Pero los cedés se agotan más rápido de lo que esperaba. Cuento los que me quedan por oir igual que recelo pasar las páginas de un libro maravilloso, no quiero que se terminen. Es la otra cara.

Son programas sugerentes y abiertos. No solo hay música clásica, a veces hay algo de flamenco o de jazz, más raramente algo de pop. Hay invitados con los que me identifico mucho, con otros que traen todo ópera, apenas. Pero se saborean todos los colores. Porque en todos existe un material emocional que liga la música, la memoria y el día a día. Es un programa para gente que no vive de la música pero vive con la música, le gusta decir a Luis Suñén.

Hace meses leí un libro titulado Piano. La historia de un Steinway de gran cola, de James Barron. La historia que se cuenta es la de la construcción paso a paso de uno de estos instrumentos, 4.752 piezas mecánicas que hay que ajustar hasta que el instrumento deja de parecer mecánico. Y en medio de esas fases, alguien fabrica cuñas de madera de 0,33 milímetros. Y ese es el dato relevante, el que no se olvida: una cuña imperceptible que hace inclinarse la balanza del sonido hacia uno u otro lado. Así me parece la memoria, llena de cuñas invisibles que reordenan los pesos y los espacios, los sonidos, y permiten llegar a sesenta minutos de música. ¿Cuáles son los sesenta minutos de cada uno?

Antes de escribir esta entrada puse una canción de Ataulpa Yupanqui que conocí también en la radio. Me costó encontrar la grabación pero al final dí con ella: Danza de la paloma enamorada. Y como otras veces, tras la canción no pude dejar de escuchar las siguientes tres o cuatro, o más. Hasta que la voz poderosa y seductora de Ataulpa cuenta la historia de su Baguala de Amaicha. En ella, Ataulpa se encuentra con un campesino que tararea una música, los dos a caballo, camino de Amaicha, en las montañas cerca de Tucumán, Argentina. Y cuando Ataulpa elogia su cantar, el campesino enmudece y le dice que él ya sabe que canta "fiero", que canta "feo", pero que lo hermoso de ese cante lo pone la montaña, lo pone el cerro: si a usted le gusta es porque el cerro pone lindo las cosas que yo canto. Y Ataulpa Yupanqui se pregunta qué será de nosotros si no tenemos una montaña que nos haga lindo el canto, si no hay un paisaje que ampare y custodie la canción.

A nosotros tal vez el único paisaje que nos puede hacer lindo el canto es la memoria. Por eso se disfruta tanto caminando por las montañas de lo que no queremos olvidar. Construyendo y reconstruyendo a cada paso, unas veces a caballo, otras a pie, hacia Amaicha, siempre hacia otros lugares.

5 de enero de 2010

"Truenos mórbidos y un rayo que me partió"

Leo Una historia de amor y oscuridad de Amos Oz como si fuese Rayuela. De aquí para allá, empezando por los últimos capítulos, iniciando una historia por el final, a saltos, con varios marcadores que son entradas viejas a los conciertos. Comencé a leerlo como si fuese un libro normal pero me aburría. No llegaba al río que intuía corría por debajo de las frases, entre las páginas. Oía parte de su discurrir sin lograr acceder a él. Así que probé con el método de Cortázar y las piezas del puzle comenzaron a encajar, en realidad, comencé a avanzar por túneles subterráneos que, como madrigueras, se conectan entre sí y aseguran una tupida red de caminos en los que sobrevivir y también esconderse.

Entonces comenzaron a alternarse los capítulos más dramáticos, el que parece que fue el suicidio de su madre, con otros festivos como el conocimiento de Nilli, la que sería su mujer. O la mejor descripción que recuerdo de una historia de amor y erotismo, la que mantiene con la maestra Orna (sentí en lo más profundo del cuerpo como truenos mórbidos e inmediatamente después un rayo que me partió).

Muchas veces me pregunto desde dónde escribe Amos Oz, o cómo se puede tener semejante conocimiento, qué ha vivido, que mundo habita para poder recorrer esos mundos importantes cuya existencia es invisible. Pues aquí me parece que hay algunas respuestas.

Y mientras tanto escucho las Sonatas para piano de Mozart, ahora mismo el cedé con la 4, 2, 12 y 15. No es el músico que ansío escuchar continuamente, pero esta temporada, ya larga, me acompaña una y otra vez. El correr de esa música, sea lenta o más rápida, parece estar dirigido por la misma sabiduría que a Amos Oz le permite describir la muerte de su madre diciendo que no se despertó por la mañana, tampoco cuando clareó el día y entre las ramas del ficus del jardín del hospital el pájaro Elisa la llamó sorprendido y la llamó de nuevo y la llamó en vano y pese a todo lo intentó una y otra vez y aún sigue intentándolo a veces.

Mozart trata con actitud parecida los caminos subterraneos del dolor y las superficies brillantes del placer y la alegría máximos. Y la interpretación de Christian Zacharias deja que eso se vea. Es un conocimiento sobre la frontera tan fina que separa la tristeza y el placer o sobre la fibra con la que están hechas esas emociones: la misma. Una vez, en mitad del invierno y en un campo nevado, al pie de una roca, descubrimos la despensa de algún animalillo para lo que quedaba aún de frío: bayas rojas. Los sonidos de piano de Mozart, en estos días de temporal sin fin, son como las bayas rojas. Permanecen a cubierto, agrupados como los huevos en un nido, cuidados, preciosos. Emocionantes.