24 de febrero de 2010

ayer, si el tiempo lo permite

Algunos días me apetece elaborar una lista de cosas que merecen ser observadas con atención y con tiempo. Más que cosas son acontecimientos, porque incluye personas y lo que estas personas hacen o dicen, y animales, ciudades, viajes.

Anoté en la libreta: solo por los peces de colores. Solo por ellos merecía la pena conocer la Alcazaba. Girando en el agua oscura, a la sombra de varios cipreses, en el estanque de un palacio perdido.

También anoté el título de un trabajo del profesor que fui a escuchar: Posible de olvidar. Todo se olvida, todo se transforma, en oposición a lo que se suele admitir (responsable a veces de una mezcla de sufrimiento y placer interno) de que lo que hemos vivido es Imposible de olvidar, explicó.

Un bote de laboratorio con ojos de hipopótamo y otro con el corazón de un cisne.

La música de Anouar Brahem, que conocí porque un amigo me regaló una pieza. Y el concierto que dará en Lisboa en otoño y al que de una u otra manera iré (como el zorro necesita preparar su corazón horas antes de que llegue El Principito).

Una mujer joven sentada en el tren que, a primera hora de la tarde, saca de su bolso la partitura de la Sinfonía nº 41 de Mozart y se pone a estudiarla con detalle, la sinfonía Júpiter, la última. Una fantasía cumplida, casi me apetece decir. Y de repente una mujer mayor la interrumpe al acercarle un teléfono móvil con la foto de su nieta y decirle que ha descubierto que son parecidísimas. Sí, nos damos un aire, le respondió. Y siguió haciendo anotaciones con un lápiz.

Una relación estable con cosas pasajeras.

Todo eso y un concierto de Enrique Morente: la experiencia de estar frente a un manantial. A él le escuché cantar Ayer, si el tiempo lo permite. Con una voz como no hay otra: intensa, fuerte y ronca, porosa, nítida también. Canta y ajusta los recortes de las emociones, desde el grito al susurro.

Era la primera vez que lo escuchaba en directo. Con letras del flamenco más actualizadas y una enorme sobriedad y pureza, sin concesiones a lo fácil, más de dos horas de música. Hubo momentos en ese concierto, también antes y después, en que todo estaba en orden. No había nada que temer ni nada que buscar en la lejanía.

3 de febrero de 2010

Lo que la mano izquierda vio

Ayer un error cometido en público generó un diálogo más rico de lo habitual. Pero quedé muy confuso tras aquello, decidí parar a descansar, a dormir. Y un sueño profundo, tenso, me retuvo en lugares que se repiten con frecuencia hasta el amanecer. Entonces una parte de mí trata de investigar hasta donde ha viajado, en la oscuridad, otra parte que no consigo identificar.

En el desayuno leo:
Entonces alargué la mano adormecida para tocarle la cara, por debajo de su amplia frente, y de pronto en lugar de las gafas mis dedos encontraron lágrimas. Jamás en mi vida, ni antes ni después de aquella noche, ni siquiera cuando murió mi madre, había visto llorar a mi padre. Y de hecho tampoco esa noche lo vi: la habitación estaba a oscuras. Solo mi mano izquierda lo vio.

El jueves pasado escuché un concierto inolvidable. La RFG dirigida por Cristoph König (no lo conocía) interpretando a Rossini, Shostakovih y Antonín Dvorák, con el solista de violonchelo Alban Gerhardt.

El inicio con Rossini fue rápido, preciso y activador. Apenas unos minutos para conectarse con el mundo de una orquesta en movimiento. Pero la música que venía después es la que continua, a su manera, alimentando esos sueños. El concierto para violonchelo nº 2 op. 126 de Shostakovich, con Alban Gerhardt como solista y König dirigiendo. Todo tomó otro rumbo.

Se iniciaron unos sonidos duros, difíciles y sombríos que intentaban arrancar un pequeño diálogo entre el solista y las repentinas entradas de la orquesta, de la percusión, de todas y cada una de las secciones de instrumentistas. Silencios en los que solo se escuchaba la agitación seca y cortante del violonchelo. Poco a poco la música de Shostakovich fue creando una tensión que nunca acababa de resolverse: solo aquel avance incierto, sarcástico, poderoso. Semejante por momentos a la mano izquierda que encuentra las lágrimas en la cara que acaricia en la oscuridad. En la que busca protección también. No había solución, solo quedaba aceptar la incertidumbre y la noche de aquellos sonidos, la desesperanza que encerraban. La necesidad de compartir la noche.

La interpretación era seca, intensa, dirigía con precisión el corte en la piel. No había lamento ni compasión. A cada paso todos nos íbamos quedando más y más a la intemperie. Solo alargando la mano izquierda para comprobar si el otro también tenía los ojos inundados. Un proceso que transcurría en la oscuridad, sin poder ver, en el interior de un sueño.

Shostakovich compuso este concierto inmerso en un sufrimiento físico intenso. Y lo hizo para su amigo y admirado Rostropovich (lo leo en las notas de mano del concierto). Y todo eso fue unos pocos años antes de que Amos Oz estuviera al lado de su padre cuando este lloró una noche en medio del asedio a Jerusalén durante la guerra de 1947.

En un momento del sueño de esta noche me incorporé, comprobé si todo el mundo dormía y aunque el invierno está empezando a desaparecer, recuerdo que elegí para leerte un poema de Joseph Brodsky que empieza así: Cae la nieve dejando el mundo entero en minoría. Aquella música había dejado también a todo el auditorio en minoría. No había consuelo en el sueño.

Tras el concierto de Shostakovich vino el descanso. Y en la segunda parte, para interpretar la sinfonía de Dvorák, Alban Gerhardt se deslizó suavemente al fondo de la orquesta para interpretar con su violonchelo, como uno más, aquella música impetuosa. Parecía sonriente, agradecido. Nunca había visto eso.