30 de septiembre de 2011

Si per les albes veieu passar un vaixell

Al día siguiente de recordar las palabras de Luis Llach fui a comprar el cedé en el que canta los versos que reproducía en la entrada anterior. No lo encontré. Pero a cambio di con otro, I si canto trist, lleno de canciones que, de pronto, las reescribió el recuerdo. En algún momento las tuve todas en cinta de casette, e igual que hice esa noche, me gustaba escucharlas con la ventanilla bajada mientras iba o volvía en coche. Vaixell de Grècia o Silenci, por ejemplo, escuchadas casi de manera obsesiva. Para recordar y para tener presente el olor de la amistad y también de la tristeza.

Ese mismo día, antes de ir tras la música, cuando abrí una página web que suelo visitar me encontré con una entrada empobrecida y sorprendente. Lo que estaba siendo un proyecto alternativo e interesante se tornaba, a la primera de cambio (a la primera de éxito) en un acercamiento descarado y feo a la parte más miserable del caciquismo cultural. Es difícil tener un proyecto alternativo y es triste que solo sea alternativo porque no le dejan tomar el café en el salón principal y escuchar el concierto desde el palco real.

Por eso tuve una doble razón para viajar tras mi cedé del recuerdo: No es esto compañeros, no es esto, volví a sentir. Me sentí enfadado y lleno de razón. Pero no dí con él.

Encontré, a cambio, el que contiene estos versos:

Si al amanecer veis salir una nave
besando las aguas del mar, cuna de los dioses,
hacedle señal, que quiere ver dónde nos hallamos
y navegar con nosotros hacia el norte.

Si no lleva red, ni orza, ni timón,
no penséis que se ha perdido el bote,
que siempre la gente podrá hinchar las velas
y ganar olas hechas de miedo y cansancio

Hoy leo otra página que me reconforta. Sigo desde hace meses los artículos de Antonio Muñoz Molina en la prensa. Siguiendo ese rastro llegué a su página web y buscando di con un artículo sobre Mozart en el que habla, entre otras cosas, de lo mal vistos que según la época están los autores que trabajan en el ejercicio obstinado y difícil de la transparencia. Y cita el aforismo de Nietzsche en el que el filósofo habla de esas personas que enturbian el agua para que parezca profunda.

Puse Vaixell de Grècia por tercera o cuarta vez, la canción de donde son los versos anteriores. Una extraña serenidad, una alegría callada viene con esas olas. Me da paz leer la ilusión y el coraje, el compromiso y el buen hacer.

Pensé en Luis Llach, que ahora se dedica a hacer vino. En la visita a Vérges, solo por conocer el pequeño pueblo al que dedicó uno de sus discos.

Los sonidos que contienen lo mejor de cada uno, aguas profundas, son sencillos.

27 de septiembre de 2011

No es esto compañeros, no es esto

Un correo electrónico. Abro la dirección a la que remite, contiene varios trabajos fotográficos personales. Alguien dice que es una fotonovela, alguien más habla de intimidad. Miro la primera imagen, y la segunda, luego un poco al azar, luego lo cierro. Siempre hay una mujer hermosa viviendo momentos de alegría, corriendo, sonriendo, probablemente al lado de quien se supone hace la foto. Casi siempre es verano y con mucha frecuencia lleva un vestido con más o menos flores. Siempre es una mujer elegante y entregada a ese juego de volar para una cámara. Y antes o después habrá una cama deshecha. Como casi siempre es así ahora miro la mariposa nocturna que esta noche no se despega de esta luz. Escucho a Arvo Pärt.

También me fijé en la mariposa porque junto a la mujer del verano había un texto que empezaba así: Intrínseco a la naturaleza humana (y seguía). ¿Intrínseco? Si algo empieza con esa palabra tal vez tenga ganas de abandonarlo con rapidez. Prefiero estas: Pero los caminos, como el que ya conocéis de casa a la estación, o de casa al lago, van llenándose de hojas y el jardín se va poniendo dorado y dorado.
Es otra cosa.

Puede ser que lo intrínseco, si existe, sea ahorrar energía y quedarse callado hasta que uno identifique y se enfrente a lo que no entiende, ni entenderá, y precisamente por eso quiera comunicarlo. Y disfrute con ello. Y salte de aquí hacia allá hasta extraviarse aun más y aun así sentir que está más cerca de un momento del día muy parecido a la noche.

Si no recuerdo mal Luis Llach cantaba en catalán No es esto compañeros, no es esto. Y si no es esto es porque en algún lugar se marca otra afinación para los instrumentos que quieren hacer música con las imágenes. Suelen hacerlo seres no demasiado ruidosos que luchan para que un desierto concreto no avance. Y aún así, a veces, hacen fotos a quienes viajan cerca. Pero es otra cosa. Admiro por eso a Denis Roche.

Y puestos a ser descarados e intensos prefiero otras imágenes, como cuando Kerouac habla de una mujer morena como las uvas. Y luego sigue viaje, siempre al Oeste, siempre al Sur, para regresar poco después al Norte, siempre al Este. Y volver a empezar.

23 de septiembre de 2011

Un ritmo furioso

A las diez apareció Shearing, que es ciego, y lo llevaron de la mano hasta el piano. Era un inglés de aspecto distinguido con cuello duro, ligeramente grueso, rubio, con un delicado aire de noche-inglesa-de-verano que se hizo patente con los primeros suaves escarceos que tocó en el piano mientras el bajista se inclinaba con respeto hacia él y marcaba el ritmo. El baterista, Denzil Best, estaba sentado inmóvil exceptuadas sus muñecas, que movían las escobillas. Y Shearing empezó a balancearse; una sonrisa recorrió su rostro extasiado; comenzó a balancearse en el taburete del piano, hacia delante y hacia atrás, al principio con lentitud, luego de acuerdo con el ritmo, cada vez más deprisa, mientras su pie izquierdo golpeaba el suelo marcando el compás, su cuello se balanceaba retorciéndose, bajaba el rostro hasta las teclas, se echaba el pelo hacia atrás; se despeinó y empezó a sudar. La música se hacía más potente. El bajista se encorvó y tocaba cada vez más fuerte, y cada vez más deprisa; eso era todo. Shearing empezó a tocar su solo; los acordes salían del piano como grandes chubascos, y se pensaba que el tipo no tendría tiempo de ordenarlos. Se agitaban como el mar. La gente le gritaba:
- ¡Sigue! ¡Sigue!

Esta descripción del pianista George Shearing, fallecido este mismo año, la escribió Jack Kerouac en En el camino. Un libro para conocer, entre otras muchas cosas, algo del jazz.

15 de septiembre de 2011

El mundo oscuro

Leo un pequeño texto escrito por el fotógrafo Antoine d'Agata:
Mi empatía con el mundo oscuro se paga al contado. Asumo el peligro de mis riesgos.

Me gusta esa frase. Sobre todo por lo que intuyo que puede haber ocurrido hasta que uno llega a escribir algo así. La percibo como el último cristal de hielo de un enorme iceberg que navega en una deriva secreta, personal.

Ayer vi un documental sobre una cueva llena de grandes cristales de yeso que crecían, según el científico que los estudiaba, al ritmo del grosor de un pelo por siglo. Y ahora mismo son moles de decenas de metros.

Leo En el camino, de Jack Kerouac. Llevaba años queriendo hacerlo y una extraña pereza hacia ciertas lecturas que parecen obligatorias me alejaba de él. Todo eso desapareció en las cinco primeras páginas. La otra noche, muy tarde, tuve que parar la lectura para levantarme a ver como era Kerouac físicamente. Murió a los 47 años. Escuché su voz en un archivo de internet.

En cada capítulo de su loco viaje del este al oeste para regresar al mismo punto siento una empatía con su oscuridad. Y la valentía de asumir el peligro, de asumir su mundo y borrar la queja. Eso y una intensidad llena de tristeza e imposibilidad. Leo y leo el viaje, aparentemente enloquecido y vibrante y la oscuridad parece atravesarlo y silenciarlo. Me deja callado.

Kerouac habla, por ejemplo, de una alfombra que su tía ha tejido con las ropas que la familia iba desechando a lo largo de los años. Ahora estaba terminada y extendida en el suelo de mi dormitorio, compleja y rica como el propio paso del tiempo.

Un buen amigo le llama a todo esto, con cierto aire irónico: el metatema

13 de septiembre de 2011

Infinity Mirror Room

Había anotado el título de una obra de Yayoi Kusama: Infinity Mirror Room. Recuerdo la experiencia de atravesar la habitación de los infinitos reflejos, con luces diminutas que iluminaban y también ocultaban.

Pienso en la música del Gran Norte. En un órgano de 1698 escuché la espiral ascendente del Passacaglia y fuga BWV 582 de Bach. Pero también a Buxtehude y Frescobaldi. Una iglesia al caer la tarde, una música que te sostiene el corazón, dijiste. Encendí una vela, sin la fe religiosa que podría llevar a encenderla, pero con la confianza en que su pequeña llama existiría hasta el final.

Los sonidos del mar. Había anotado una dirección web: listentothedeep, y entro en ella. Hace años escuché en la radio, en pleno invierno y lejos de aquí, un concierto que se iba haciendo en directo sobre una mesa de mezclas a partir de los sonidos que recogían varios micrófonos, situados bajo alguno de los principales puentes de ciudades europeas cruzadas por un río. Recuerdo voces lejanas mezcladas con el motor de algún barco o lo que parecía el batir del agua.

Escuchar las profundidades no es algo muy diferente, aunque su propósito sea científico. Sentado frente a una pantalla de ordenador se pueden seguir en tiempo real los sonidos que una boya submarina recoge y luego envía a quien quiera escuchar. En varios puntos del planeta. Y pienso que es otro Bach, otra espiral. Y me hace acordarme de la película de Pere Portabella El silencio antes de Bach y, entre otras cosas, del camionero que interpretaba a Bach en la cabina del camión.

9 de septiembre de 2011

tres de septiembre de 2011

8 de septiembre de 2011

Un día y tres minutos

Un día entero caminando en una montaña que siempre tiene casas cerca.
Recoges algún tesoro del suelo y lo escondes en el bolsillo. Crees que nadie se ha dado cuenta.

Cerca de un río, no muy ancho. Por momentos, muy cerca de él.
Voces conocidas, entre ellas la del arrendajo y sus advertencias a todo el bosque. Siempre hay perros, y una víbora pequeña, muerta, y el silencio de una garza real, gris, poderosa.

Aunque hay alguna conversación hay silencio. Los dos bastones con los que te gusta caminar baten contra el suelo, es un ritmo. Hay avellanos, nogales, muchos manzanos con la fruta sin recoger y cerca de las casas vides a punto de madurar. Al inicio y al final algo de lluvia, en medio de la jornada sol sin viento. Un día en calma.

Intento transcribir lo que recuerdo, me gusta verte caminar.

Luego querías bañarte en agua muy caliente, casi hirviendo. Querías cenar y beber vino. Y al llegar a casa pensaste que un día así había sido la mejor preparación para poder escuchar tres minutos de música. Querías el preludio de la primera Suite para chelo de Bach.

Solo esos pocos minutos, no es la primera vez.

Y después, hasta cansarte, solo escuchar la lluvia sobre el tejado

2 de septiembre de 2011

Penínsulas, océanos

Entro en una libreria buscando algo concreto y mientras busco en las estanterias doy con un libro de Amos Oz que no he leído. Son tres pequeños textos y casi al azar leo el inicio del tercero:
"Haz la paz, no el amor" es un dicho acuñado por mí que quiero aclarar desde el principio para que no haya malentendidos. No estoy en contra de hacer el amor, estoy en contra de confundir amor y paz, lo que es siempre una confusión sentimental.
Compro el libro, Contra el fanatismo se titula, y sigo leyendo.

Ningún hombre es una isla, dice John Donne. Me atrevo humildemente a añadir a esta maravillosa sentencia que ningún hombre ni ninguna mujer es una isla, pero que cada uno de nosotros es una península, con una mitad unida a tierra firma y la otra mitad mirando el océano. Una mitad conectada a la familia, a los amigos, a la cultura, a la tradición, al país, a la nación, al sexo y al lenguaje ya muchos otros vínculos. Y la otra mitad deseando que la dejen sola contemplando el océano.

Ser una península. Estar unido a tierra firme junto a la experiencia de estar en el extremo último de esa misma tierra, frente a lo desconocido y a lo poderoso. Reclamar el derecho a ser una península.

Me gusta John Donne desde hace tiempo, desde antes de saber quien era o en que época vivió. Hace años que he ido encontrando sus citas en autores a los que admiro.

La escucha puede ser un modo de habitar esa península. La escucha musical tiene mucho de esto porque avanza a través nuestro mediante la cultura y la tradición, al tiempo que supone un querer quedarse solo y vulnerable en la última roca antes de las olas de un mar bravo.

Ya de noche, escucho en la radio una parte de la suite Iberia de Isaac Albéniz. Los sonidos atraviesan tierra firme hasta llegar a esas últimas rocas, me sorprenden por lo novedosos que me resultan, no estoy acostumbrado a ellos, parecen acompañarme hasta la última tierra antes del océano. Espero al final para saber de qué se trata y me encuentro con la sorpresa de que está interpretada por el pianista Esteban Sánchez. Esa puede ser la razón.

No es la primera ocasión en que me cruzo con el nombre y con la interpretación de este pianista. A lo espléndido de su música se suma lo poco y cautivador que se de él. En la cima de su carrera, cuando Daniel Barenboim le reconocía como un músico excepcional, él se retira cerca de Badajoz porque no quiere vivir instalado en la frenética vida de un concertista (al menos esta es la versión que conozco) y se dedica a su familia y a dar clase en el conservatorio de la ciudad.

Quiero conseguir el disco con su interpretación de la Iberia de Albéniz. Le admiro también antes de conocerlo algo más, (probablemente todos construimos personajes, yo desde luego lo hago).

Me viene a la cabeza una frase de Joseph Brodsky:
la creatividad es el comentario de una vasta playa cuando un grano de arena es engullido por el océano.