31 de enero de 2012

Los tártaros, los desiertos, las piedras

Una imagen:
dos personas caminan por la montaña. Por un desierto de piedras, sin vegetación. En silencio.
Avanzan y solo escuchan sus pies y el viento. Ningún lugar en el que fijar la atención, solo en pisar la tierra marrón que hay entre las piedras.

Entonces,
alguien me llamó y me dijo que había terminado de leer El desierto de los tártaros, de Dino Buzatti. La vida en ese desierto siempre está por venir y el enemigo acecha tras la muralla de la fortaleza. La vida se consagra a protegerse del enemigo, que causa terror. Y el enemigo, invisible, consume la vida de Giovanni Drogo en la fortaleza Bastiani. Nos consume la vida.

¿Queda aún mucho? No, basta con atravesar aquel río de allá al fondo, con franquear aquellas verdes colinas. ¿No habremos llegado ya, por casualidad? ¿No son quizá estos árboles, estos prados, esta blanca casa lo que buscábamos? Por unos instantes da la impresión de que sí y uno quisiera detenerse. Después se oye decir que delante es mejor, y se reanuda sin pensar el camino.

Los tártaros.
Ellos estaban emparentados, aunque solo sea en el nombre, con Mongolia, con el desierto. Con los bosques rusos, con la taiga, con una noche que consume el día. He escuchado algo que no conocía: los cantos de algunos pueblos mongoles, las voces difónicas, los cantos armónicos, en los que un cantante es capaz de emitir dos tonos distintos, simultáneamente.

Recordé una vez que vi danzar a los derviches.

Pensé en copiar entera una canción de Ataualpa Yupanqui:
A que le llamamos distancia, eso me habrán de explicar. Solo están lejos las cosas que no sabemos mirar.

Los tártaros.
Los desiertos. La nieve seca, los bosques en los huecos de las montañas. Las personas caminando sobre las piedras, casi descalzas, adaptando la piel a la piedra. Hasta alcanzar algún lugar que no conocían, tal vez el final del valle. Y frente a un muro de tierra y piedras, cantar. Emitir un sonido que a veces recuerda al de los animales. Cantar en silencio también. Serios. Y dejar que la voz busque a las piedras.

Después,
leí una entrevista con Lobo Antunes en la que dice que casi ha perdido el oido, pero que cuanto menos escucha lo de fuera mejor oye las voces de dentro. Y que escribe con ellas cerca.

Las piedras. No recordamos cosas, sino la relación que establecimos con esas cosas.





28 de enero de 2012




27 de enero de 2012

El nervio de lo vivo

Regresó Paul Daniel.
Ayer jueves veintiseis de enero, dirigió de nuevo a la Real Filharmonia de Galicia en Santiago.
Y siempre que vuelve ocurre algo especial.

Ayer, la primera pieza se titulaba: Al escuchar el primer cuco en primavera, de Fréderick Delius (un autor al que no conocía). Una pieza breve en la que toda la orquesta avanza con lentitud, en pequeñas oleadas para que entre ellas se cuele, lento pero intenso, el clarinete que en realidad es el cuco. Un sonido del fondo de la tarde, aéreo y cálido. Inolvidable.

Ayer amaneció con lluvia. Duró poco. Pero al escuchar el primer cuco en enero recordé otra vez más los versos de Manuel Rivas: esta vez tampoco será el fin. Aunque él hable de la abubilla.

Después, Paul Daniel había programado otra pieza única: Épiphanie de André Caplet. Tres movimientos cortos para orquesta y violonchelo solista, que interpretó Plamen Velev, el primer chelista de la RFG. Una música rara e hipnótica, sobre todo el momento en que solo se escucha la percusión y el violonchelo. Un ritmo repetitivo del tambor sobre el que el chelo va trazando sus pasos oscilantes y recurrentes, siempre intensos, como los giros de un ser vivo. O como un cielo.

Disfruté mucho con la interpretación de Plamen Velev, a pesar de que no tenía un recuerdo demasiado bueno de cuando viajé para escucharle tocar tres de las seis suites para chelo de Bach. Pero ayer este músico estaba en un estado especial, concentrado e intenso.

Como propina del solista, un fragmento de una de las suites para chelo de Bach. Y aquello fue único, porque se adentró en ella despacio y decidido, al tiempo que por fin alguien pensó que la música también se mira y la luz del escenario fue bajando de intensidad hasta que todo quedó en penumbra, salvo las cuerdas y las manos que brillaban bajo un único foco. Fueron minutos de descenso por un río,  a través de la memoria, a través del dolor, también del júbilo, a través del agua.

Y para finalizar, la Sinfonía núm. 2 en Do mayor de Robert Schumann: la última entrega que hubo sobre un cierto final del invierno y un cierto sueño de primavera. Una orquesta sinfónica completa mostrando el nervio de lo vivo, la mirada que se enfrenta al hielo, al temporal, mientras sueña con un cuco en los montes.

Tal vez todo el programa estaba dedicado a la naturaleza, a los cielos cambiantes, a las huellas. Paul Daniel dirige como si solo de vez en cuando lo atravesase el rayo. El resto del tiempo él también escucha a los músicos e incluso les grita ¡bravo! (Es una gran noticia que vaya a ser el próximo director titular de la RFG).

Aunque hubo otros dos antes (todavía muy pocos esta temporada), éste ha sido el primer concierto tras que el que solo cabía regresar con el silencio, mientras se oía, lejos, el retumbar de la tormenta. Es lo que tiene entrar en la primavera en pleno enero.

Hacía tiempo que tenía ganas de contar aquí un concierto.

23 de enero de 2012

Ruina montium

Es extraño.
Es difícil, decía Miguel Torga, esto de empezar en un estercolero cualquiera y no parar hasta llegar a la copa de un castaño, tiene su misterio. Hay que recorrer un largo camino.
Él habla así de la chicharra en Bichos.

Y es extraño.
Es difícil querer hacer un viaje y no querer iniciarlo. Tampoco querer regresar. Hay que recorrer un largo camino. Y además también Torga decía que nadie es capaz de penetrar en el corazón de las cosas. Puede ser.

Así que me metí a mi mismo en el coche y busqué artilleria pesada en la música que tenía allí. Primero fué el Requiem de Gabriel Fauré. Pero es una música tan ensombrecedora, por momentos tan callada que parecía inaudible. Todo un equipo de música no conseguía hacer oir las voces de los siete momentos del requiem, que acaba con un In Paradisum.

Cuando terminó, sin un intervalo, puse el Dido & Eneas de Purcell. Hace tiempo que compré esa música porque un día me conquistó su final, el lamento de Dido: When I am laid in earth. Cuando uno sale del mar, cuando uno baja a tierra.

Solo quería que llegara esa parte. Pero ese canto es la pista 38 de 39. Más allá, solo un coro final para despedir. Hay que recorrer un largo camino. Y esta música no era la que yo recordaba. (Quiero conocer la historia de Dido & Eneas, aparentemente un divertimento en su época).

Después, silencio. El ruido de los neumáticos rodando. Silencio. Parecido al de las ruedas en la calle cuando el día amanece con lluvia y se escucha su silbido desde la cama. O al silencio de cuando comienza a nevar. Nadie en la ruta. Casi nadie.

Hasta que vi un desvío al túnel romano de Montefurado. Aquí hay muchos pueblos con ese nombre pero solo uno con un túnel excavado en la roca para desviar todo un río y desecar un meandro al que arrancarle el oro con más facilidad. Subí por un camino estrecho. Llegué hasta un lugar en el que se divisa la obra y allí había un cartel que quería explicar algo.

Trataba de la técnica por la que los romanos excavaban un túnel así. Consistía en perforar estrechas galerias verticales y horizontales comunicadas entre sí. Luego las inundaban, infiltrando grandes cantidades de agua. Y lo último era esperar que ese agua hiciese su trabajo, es decir, que la presión que ejercía más el aire que se había comprimido más el reblandecimiento de la tierra, provocaran que el monte se derrumbase desde dentro. Algo así ha recibido el nombre de Ruina montium.

Aquella era la música de la chicharra, la que recorre un largo camino. La que no había conseguido escuchar prestando atención a Fauré y a Purcell.

Un ruido sordo, profundo, que se siente aunque no se oiga. El de un monte excavado por el agua. El de un Bicho mientras cae fulminado.

También esto

22 de enero de 2012

22 de enero de 2012

Algo, de algunos días

22 de enero de 2012

20 de enero de 2012

Hoy, sin saberlo, buscaba esa música

De pronto, una pequeña hierba brillaba en la noche. A ras de suelo, intensa, como si fuese una luciérnaga. Pero en enero todavía no han llegado. Así que me acerqué a ella, sumergido en el agua que parecía hervir, oscura, algo verdosa. Una diminuta gota en la punta brillaba iluminaba por un foco de luz lejano. Podría haber sido una luciérnaga. No me alejé, tampoco esperé. La miraba.

En el coche, escucho un programa de Juego de Espejos al que vuelvo una y otra vez. Por la selección de música que hace el invitado, Virgilio Zapatero, y por su voz mientras cuenta sus impresiones. En un momento dado habla de la música que escucha por la noche, al final del día. A veces Mozart, y elige el Andante del concierto para piano nº 21, K467. Así que al llegar a casa, hace rato que es de noche, lo busco.

Y aunque sin duda esta es la música, no me suena igual. Tal vez mi disco va demasiado rápido (pero es un andante...). Sigo escuchando. Y entonces llega el Adagio del concierto nº 23, K488.

Esta si es la música que, sin saberlo, buscaba (no es la que había escuchado en el programa). Porque estos son los sonidos que hacen sentir, como dice Virgilio Zapatero, que hay cosas más hermosas que las que te han pasado algunos días. Cosas más hermosas, esas son sus palabras.

La música al final del día.

Tal vez construida a partes iguales por la escucha y la memoria. Por todo el cuerpo.

17 de enero de 2012

Lo que me dijo

Recuerdo el olor de aquella casa.

Me dijo que le gustaba cocinar al vapor porque el vaho que inundaba la cocina convertía la casa en un hogar.

Incluso empañaba sus gafas.

No era una mujer joven, sus hijos ya eran mayores. Vivía sola. Ahora, no había exigencias con la vida, como mucho algunas búsquedas.

Apenas tuve tiempo de tratarla, pero sentados a la mesa de la cocina me pareció que olía al fuego de una chimenea.

Cocinaré al vapor.

Volveré a leer a Antonio Gamoneda:

Tengo frío junto a los manantiales. He subido hasta
cansar mi corazón.

Hay yerba negra en las laderas y azucenas cárdenas
entre sombras, pero, ¿qué hago yo delante del abismo?

Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de
significado.

14 de enero de 2012

Siempre somos otra cosa

Los mejores títulos son siempre los de Antonio Lobo Antunes.

Por ejemplo: Buenas tardes a las cosas de aquí abajo. Cojo el libro de la estantería: él escribió su nombre completo en la página uno, lo hizo en cientos de ejemplares y alguien me regaló uno de ellos. Pero hay más: Conocimiento del infierno, El orden natural de las cosas y sobre todos uno: No entres tan deprisa en esa noche oscura.

¿Qué se sabe del mundo para escribir ese título?

Hace días el invitado a un programa de radio que escuchaba en el coche habló de una música. Anoté el título equivocándome en varias letras. La canción era un viejo blues: Dark was the night, cold was the ground, de Blind Willie Johnson. Me impresionó el sonido de su guitarra y también su voz, la conversación, algo de lamento, que giraba alrededor de un lugar desnudo. Era un blues, a veces parecía gospel, algo del primer jazz... imposible de clasificar. Pero de manera inmediata aquella música me recordó otra: la banda sonora que Ry Cooder compuso para la película París-Texas, de Win Wenders.

El mismo vagar por el desierto con el que se abre la película, la misma inexpresividad en la mirada de un hombre porque detrás de ella se agolpan los recuerdos de unos momentos plenos y con algo parecido a la felicidad. (Y reconozco que yo no he visto en ningún lugar, en el cedé que tengo desde luego no está, a Ry Cooder hablar de esta música de blues, aunque siento que una procede de la otra).

Pero el invitado de la radio traía la música por otra razón: ese blues es una de las veintisiete músicas que, grabadas en un disco de oro, viajan por el espacio a bordo de las naves Voyager. El disco se llama Sound of Earh y recoge música, voces y sonidos naturales: un compendio de lo que puede escucharse en la tierra lanzado hacia lo desconocido.

Y Dark was the night forma parte de los sonidos de la tierra. Las Voyager se lanzaron al espacio en 1977, en Agosto partió la Voyager 2 y en septiembre la Voyager 1. Se pretendía que viajaran a Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno aprovechando una técnica en la que el sobrevuelo de cada planeta modifica la ruta de vuelo y aumenta su velocidad lo suficiente como para entregarla al próximo destino.

Contra todo pronóstico las naves, además de cumplir su cometido, siguen en perfecto funcionamiento y viajando a través del espacio. Ahora mismo son los instrumentos artificiales más lejanos a la tierra. Y en su interior viaja un blues, cantado por un hombre que ladea un poco la cabeza al cantar, como para aguzar el oido. Un hombre ciego que toca la slide guitar, una técnica que también permite pasar de un planeta a otro mientras se toca una nota y se desliza el dedo por la cuerda hasta convertir ese sonido en un lamento, en una voz que se aleja hasta perderse.

Desde que supe que las Voyager existen pienso en ellas. Busqué alguna imagen para saber cómo son, que expresión  tienen, como es su cara, como caminan. Y me parecieron preciosas (en realidad ya quería que me gustaran). Hay momentos del día en que las imagino transmitiendo lo que ven o simplemente descansando, sintiéndose solas también porque saben que su única misión es alejarse de donde partieron. Mientras alguien, frente a una pantalla, vela por ellas y las cuida. En turnos de ocho horas, alguien sujeta el hilo.

Ahora, parte de la escucha de ese viejo blues me trae al lamento de la tierra, de ese pulsar y deslizar el sonido, y otra parte me situa en el interior de una nave silenciosa que se interna en lo más profundo del espacio, aproximándose a la última barrera tras la cual nadie sabe qué pasará con sus mensajes. Sus infinitas ganas de vivir alimentan una propulsión que debía haberse terminado ya.

Siempre somos otra cosa y bajo la otra cosa otras cosas ocultas, escribe Lobo Antunes. Así de oscuro es el espacio a medida que uno se aleja del sistema solar.


10 de enero de 2012

Abedules rusos

Al final nos vimos.
Y no hablamos de lo que era habitual. Ni de música ni de películas ni de pequeños o grandes viajes.
Pensé, de regreso, que habíamos hablado de lo que realmente importaba. Pero seguramente me equivoco.
Muchas noches, me dijo, se sentaba a esperar.
A que la niebla cubriese los árboles que tenía frente a la gran ventana, sin luces de ciudad, sin luz, como los árboles de sus sueños rusos, abedules criados por el frío, sumergidos en el invierno. Como si nunca fuese a volver la primavera.
Entonces quise sacar el tema de Dersu Uzala, que los dos compartíamos, pero ni me dejó.
Se sentaba a esperar
y escuchaba sonidos de otro mundo a través de unos cascos con un cable "libre de oxígeno", insistió en eso.
No entendía a que se refería
pero averigué que eran los que mejor transmitían el sonido.
A esperar una señal,
entre los abedules. A veces le gustaba llamar así a las palabras.
Puede ser que fuera el vino, pero no recuerdo todo lo que me dijo a continuación. Recuerdo que hablaba de animales moviéndose en la noche, de imágenes de la oscuridad, tal vez de una voz.
Ahora pienso en si habló algo de una piel. No lo sé.
Saqué el tema de una de mis músicas favoritas este tiempo, el Cum Dederit de Vivaldi, y claro que lo conocía (a través de sus cascos).
Algo que casi nunca he podido hacer, me gusta que el sonido fluya a mi alrededor.
Miré como hablaba y como, tras varias horas, se levantaba. Una persona abatida y con el poder, si quisiera, de cruzar Rusia como si fuese un norte cualquiera.
Le dediqué el camino que vuelve a casa, mientras imaginaba su viaje de regreso cerca de unos árboles frágiles y blanquecinos, algo siberianos.
Fue como la audición de una pieza imposible de clasificar. Y viva.



7 de enero de 2012

Un poder con luz

Empezó el año.

Decidí organizar la estantería donde guardo los cedés de música. Cuanto más desajustada es la elipse en la que gira el mundo que tengo cerca, más ordenada está mi casa.

En mi relación con la música, sobre todo la llamada clásica, sigo una especie de orientación intuitiva y azarosa en las piezas que voy conociendo y escuchando, además de lo que programa radio2 (rne) y de lo que me graba, y antes me recomendó, un amigo muy querido al que considero un gran experto.

Cada vez que nos encontramos, si su sexto sentido le indica que se me han debido de terminar los nuevos cedés, me prepara un pequeño lote de grabaciones. Aunque en ocasiones le pido algo concreto, por lo general él me propone un itinerario que yo desconozco.

Pero pasa el tiempo y en muchas de esas selecciones voy profundizando poco a poco, y al cabo de meses, años, me voy dando cuenta de que lo que me había regalado como si nada es, por ejemplo, una de las mejores versiones que existen.

C. me da joyas mientras hablamos de cualquier otra cosa. Y no espera un agradecimiento especial: entre lo que tiene da lo mejor, lo que puede haberle costado años encontrar. De esta forma he recibido discos cuya calidad excepcional tardé en saber calibrar.

Suelen ser olores imperceptibles al principio.
Y después se van convirtiendo en mundos que lanzan al exterior un aroma único y difícil de clasificar, lleno de un poder con luz.

Dar cosas muy buenas aún sabiendo que su apreciación tardará tiempo, o incluso puede que nunca se produzca. Pero mientras tanto, quien lo recibió pudo convivir, estar cerca, de un ser con una calidad excepcional. Y algo de eso, por ósmosis, pasará al interior de sus días.

Por ejemplo, la voz de la contralto Kathleen Ferrier. De ella C. me regaló los Kindertotenlieder de Mahler y una interpretación única de la Pasión según San Mateo de Bach.

Puede que lo que demos sea lo único que muestre nuestra calidad.

(Y justo al terminar de escribir lo anterior leo en Comte-Sponville:

Todas mis acciones no son sino el efecto en mí de una selección entre los simulacros (es decir, de una elección entre los posibles), llevada a cabo según la potencia (potestas) de la voluntad (voluntas) como tendencia indeterminada (pero determinante) hacia el placer (voluptas), es decir, como deseo).