31 de agosto de 2012

Una vida a la intemperie

Hay un grabado de Ernst Ludwig Kirchner que se titula Abetos a la intemperie.

Lo observo una y otra vez en la exposición. Los árboles son altos, poderosos, viven en una escena casi nocturna, y por debajo de ellos, diminutas, se intuyen algunas personas pasar. Ahora lo recuerdo lleno de un verde azulado muy oscuro, también con una luz blanquecina, como lunar.

Pienso en la escena, intento recordar el cuadro, también imaginar otras escenas posibles dentro de esa. Alguien camina bajo un árbol inmenso, tal vez dos personas hablan mientras avanzan por el bosque, a la intemperie. O simplemente alguien se interna cerca del silencio de los árboles. Pero sobre todo intento imaginar cómo es la intemperie en ese lugar.

Kirchner se refugiaba en Davos, en los Alpes suizos. Allí era capaz de generar colores y luces que no veía en las calles de Berlín. Ahora ese pueblo suizo es conocido sobre todo por la reunión anual de los poderosos. Si Davos fuera conocido por Kirchner y no por los banqueros estaríamos en otro mundo (mucho mejor).

Viendo las imágenes de su casa, de las montañas, de los grandes prados alpinos, y pensando en cómo ha cambiado ese lugar desde 1919, pienso en Henry David Thoreau y su apuesta por una vida en los bosques, su maravilloso Walden. Busco el libro y lo abro al azar, La laguna en invierno: La naturaleza no hace preguntas ni responde a ninguna de las que formulamos los mortales.

Una vida en los bosques. Una vida a la intemperie.
Sin refugio

30 de agosto de 2012

Má vlast

Desde el valle, depués de cruzar el río, se subía por una carretera de montaña. Vuelta tras vuelta se iba tomando altura y se apreciaba mejor qué bosques habían ardido y cuáles se habían salvado. Aún olía a humo.

Arriba del todo estaba la frontera. En esta parte del mundo todavía hay guardias uniformados (y aburridos) que la custodian. Paré el coche, apagué el motor, abrí las puertas, también la maleta, me situé a un lado, esperé que unos y otros entraran y salieran de él, ellos, los perros, el calor de la media mañana. Y como allí no había nada, con muy pocos gestos dijeron que podía atravesar la frontera y continuar el viaje. Muy poca gente cruzaba ya a través de aquel paso de montaña.

Sin decir una palabra me senté en el asiento, encendí el motor y me sentí a salvo durante unos segundos tras las puertas y los cristales. Arranqué y, no sé la razón, comencé a conducir más despacio de lo habitual y bajo la sensación de encontrarme perdido entre los primeros pinos del otro lado. Sabía donde estaba y sin embargo estaba perdido.

Lejos de la vista de los guardias, a varios kilómetros de su puesto, me detuve. Bajé y en silencio sentí el aire en todo el cuerpo. Los bosques parecían comerse la carretera estrecha: había pinos, pero también abetos y un árbol muy especial, el alerce. Pasado un tiempo decidí continuar, ya iría encontrando el ritmo de aquel descenso. Lo que me confundía no era la extraña escena de la frontera, sino la maldición de quien está en viaje: qué hacía yo en aquel momento y en aquel lugar.

Puse una música antes de arrancar. Lo pensé dos veces y elegí una pieza que contara una historia: Má vlast de Smetana, Mi tierra. Aquella sería la música que me ayudaría a alejarme de aquel país y a asumir la pérdida que ocurre siempre que se atraviesan fronteras. Hasta agradecí a aquellos guardias que hubieran marcado tan bien donde está la línea de separación. Identificar los países no es tan fácil.

Comenzó a sonar. La carretera estaba vacía, hacía mucho sol. Me concentré en escuchar, apenas en conducir. Algo que no era yo guiaba y me salvaba de los precipicios. En aquel lado de la montaña no había habido incendios.

Entonces llegó mi preferida: El moldava, Vltava. Una música sobre el recorrido de todo un río, desde su nacimiento. Y hecha de tal forma que a los pocos compases quien la escucha ya forma parte de ese descenso fluido e inevitable, también gozoso. Seguir los sonidos era la mejor manera de seguir, de no volver la vista atrás, de perder de vista la línea fronteriza hasta no saber en que parte de aquel continente, o de aquella isla, crecían aquellos árboles, había aquella carretera y un coche giraba y giraba con las ventanillas abiertas.

Escuché los seis poemas sinfónicos de Má vlast. Y entre tanto recorrí ciento treinta y cuatro kilómetros. Las cifras pueden ser más o menos opacas, pero cada vez confío más en ellas. Ciento treinta y cuatro son bastantes kilómetros, a pie serían varias jornadas. Me había alejado de la frontera y me había internado en aquel lugar al que me unian tan pocas cosas. Más de un siglo después de su composición, esa música me había ofrecido algo parecido a su fuerza a través de la descripción minuciosa de un río.

Estaba en otro país. El disco se terminó. Todo podía volver a empezar.
Había que esperar.

29 de agosto de 2012

A veces

A veces llego a hacer algo tan bien que no me doy cuenta de que empecé haciéndolo para escapar.
En ese momento es cuando vuelvo a empezar.

28 de agosto de 2012

Acostumbrando la vista

Ordenar y clasificar produce una extraña e ilusoria paz. Colocar en cajones, meter en botes, disponer en la estanteria, hacer etiquetas para las entradas de un blog...

Acostumbrando la vista será la segunda etiqueta que tendrán, a partir de mañana, algunas entradas de este blog.

Son textos muy cortos, escritos entre 2002 y 2007, en una época en la que tras un largo y costoso proceso en algo parecido a una mina, de vez en cuando y tras lavar toneladas de mineral en el río, brillaba una pepita de oro. Por entonces el oro no estaba tan caro, así que el proceso de demolición de la montaña no parecía justificar esos pequeñísimos tesoros: lo encontrado no valía tanto esfuerzo.

Aunque todo depende de como se mire. Pasado un poco de tiempo, y con los años más, descubrí que el brillo de aquel metal precioso era tan intenso que me obligaba a acostumbrar la vista cuando quería mirarlo. A cambio, su brillo generaba una especie de campo magnético que parecía proteger y hasta dirigir lo que de verdad era importante hacer.

Algunas de esas pepitas, en mi caso líneas de fuerza, estarán bajo esta nueva etiqueta, al tiempo que lucharán por salir de ella y por volver a perderse en el río.

As coisas aqui em baixo

Llevar una cuenta:
por ejemplo, tras 69 días y noches las orquídeas mantienen su flor
(Dicen que es una flor del invierno)

Mirando esos cambios pensé en el título de un libro de Lobo Antunes:
Buenas tardes a las cosas de aquí abajo



20 de agosto de 2012




19 de agosto de 2012




18 de agosto de 2012

Un cauce para una llama

A veces las cosas pueden ser más sencillas (e intensas).

Lo realmente decisivo es disponer de un cauce para aquello con lo que uno quiere dialogar. Algo, un dispositivo, un lugar, que permita encauzar lo que de otra forma se extendería sin límite y sin cesar por cualquier superficie que le ofrezcamos.

A partir de ahí hay que pensar que condiciones estamos dispuestos a asumir para ese cauce: cuáles son sus costes, su posible dependencia o independencia, su disponibilidad para las personas con las que nos gustaria hablar.

Y de no existir ese cauce, ¿cuál es el dispositivo que permite que la olla a presión no explote?, ¿cuáles son esos otros cauces que surgen y que ni tan siquiera elegimos?

Hace días que anoté parte de la presentación que Gustavo Martín Garzo hace en uno de sus libros, La habitación de al lado:

Pero se habla sobre todo del gozo humano, un gozo algo pesaroso, extraño. Como si fuéramos portadores de un mensaje, un mensaje que no comprendemos ni sabemos a quién llevar. Los mensajeros de un mundo desaparecido. Así es nuestra vida. Al dolor de no saber lo que somos se sobrepone el asombro de descubrirnos portadores de algo precioso. Algo que no debe perderse, parecido a una pequeña llama. Eso es vivir, llevar esa llama de un lado para otro, aunque no sepamos para qué.

10 de agosto de 2012

Arde la amapola amarilla

Hay que intentarlo.
Y reviso papeles de hace bastantes años. Encuentro un recorte de prensa con la referencia a un libro: El primer trato de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, de Philippe Delerm. No llegué a leerlo ni a hacerme con él.

Once años después de aquel recorte, hace unos meses, en la radio del coche hablan de este libro y para mi es la primera noticia sobre él. Lo había olvidado por completo. En realidad le dedican un programa en el que intercalan fragmentos del texto con una selección de música especialmente cuidada. Anoto el título y el nombre del autor, me prometo buscarlo y lo hago, pero está agotado. A los pocos días también olvidé esa escena.

Hasta que di con el recorte de hace años.

Llegan los animales del silencio, pero debajo de tu piel
arde la amapola amarilla (...)

escribe Antonio Gamoneda

Intentarlo.
Una pequeña luna amarilla parece estar al final de la carretera, vacía a estas horas de la noche. Viajas (y yo también) despacio, porque es imposible viajar rápido. Hay música en el coche, una música que hace existir de otra manera la noche. Imagino los árboles oscuros que nos cruzamos, aunque apenas se ven.

Miras hacia fuera (yo también). Luego hacia el frente. Y ahí vamos, hasta la luna del final. Oscilando entre nuestro movimiento cíclico y nuestro movimiento impresivible. Esa es la diferencia entre el ritmo del corazón y una conversación.

8 de agosto de 2012

Hemavati y el miedo

Hasta hace muy poco era costumbre en China que los alfareros mandaran inscribir en el barro con que fabricaban sus vasijas palabras que tenían que ver con sus creencias y devociones. Era una escritura inaccesible, pues cuando la vasija estaba terminada el mensaje quedaba recluido en su fondo, sin que la luz o la mirada de hombre pudiera llegar a descifrarlo. Una escritura que no sería leída jamás, pero que todos sabían allí, haciendo de ese objeto no sólo un utensilio, sino un lugar de recogimiento y devoción. Un lugar de encuentro con el misterio del mundo.

Encuentro este texto de Gustavo Martín Garzo.

Escuchar una pieza infinita. Igual que parece serlo la respiración. Respirar al ritmo de algo que no tiene fin, cuando los sonidos sirven para ajustar la piel al aire que entra y sale con tanta suavidad como violencia. La Raga Hemavati interpretada por Subramaniam al violín, K. Shekar al Tavil y Veena Natarajan al Tampura es algo que impulsa a entender como funciona el aire en todo su recorrido.

Tres voces que mezclan lo que parecen pasajes fijos con un diálogo impredecible, tras lo cual todo vuelve a comenzar y luego todo llega a su fin en un bucle sin el cual no existiria la vida.

De pronto pienso que existir en el interior de una pieza infinita, sea esta cual sea, es el antídoto contra el único veneno capaz de paralizarnos: el miedo.


7 de agosto de 2012

Misterioso, no secreto

No sabría que decirle a esa voz si la escuchara ahora.

Cada día.
En cada jornada debería haber un espacio para quedarse con las voces que ya no están, incluida la de uno mismo (los días que desaparece). Quedarse a solas tal vez es abrirles un canal para que lo atraviesen a uno: una pequeña ruta navegable que no sale hasta el mar sino hasta el interior de la oscuridad. Pero sin miedo. Y sería maravilloso pensar que sin mentira.

Hablo con un buen amigo sobre la mentira. Cruzamos algunas ideas, algunas experiencias también. La noche pasada leí a Gustavo Martín Garzo:

La felicidad de las mentiras
Inquieta: "Allí, dentro de la mentira, estaba segura de que sería feliz, como lo eran los gusanitos que vivían en los frutos"

Un trabajo bonito: ayudar a un árbol cargado de fruta a sujetar su cosecha intentando evitar que no se rompan sus ramas llenas de ciruelas oscuras y pesadas. Ese árbol nunca ha dado fruta, vivía casi olvidado de todos (es literal), pero este año todo ha cambiado: estaba casi en estado salvaje y ahora está lleno de ciruelas.

Para poder encontrar la ruta navegable de hoy he necesito escuchar completa la sinfonía número 3, Op. 36 de Gorecki. Fueron necesarios todos sus movimientos para deshacer algo que impedía acceder a la noche, ahora que ya no hay luz.

Hablan los manantiales en la noche, hablan en los imanes del silencio
Siento la suavidad de las palabras olvidadas

escribe Antonio Gamoneda. Y un poco más atrás, o más adelante

Es la impureza y la piedad, el alimento de los cuerpos
abandonados por la esperanza

Agradezco la voz de Gorecki (no es la primera vez) para saber algo sobre el alimento más imprescindible, callado y misterioso que conozco.

Misterioso, no secreto.

1 de agosto de 2012

Hoy y siempre

Seguir no siempre es ir hacia delante.
Se parece más a viajar sobre un fluido que avanza y retrocede al mismo tiempo, mejor dicho, que se mueve sin tener consciencia de si es hacia delante o detrás porque esos conceptos que no le pertenecen.

Por una serie de casualidades cuyo origen fue un problema técnico, estos días reorganizo correos electrónicos de los últimos años. Son miles y voy pasando a través de ellos como si recorriera imágenes de una vida que al mismo tiempo es y no es pasada. Una sensación algo extraña.

A veces me gusta leer los títulos porque pienso que saltando de uno a otro se podría construir un precioso poema.

Hace poco me crucé con uno que decía: Hoy y siempre (y era un error, claro), Nieve y más nieve, Un sueño ligero, Todo en orden y el elefante, Me debes una, Cuarto oscuro, Desde Atacama, Poemas y plantas carnívoras...

A veces me atrevo a abrir alguno de hace bastantes años y de pronto algo de la historia parece tener algún sentido (puede que otro error, no lo sé). De vez en cuando borro algunos, muy pocos.

Miro estos correos y se me parecen a una bandada de aves migratorias volando en forma de flecha, intercambiándose quien va a la cabeza, transformándose de una manera eficaz y misteriosa. A algo así hoy se le llamaría un fractal. Si es así, hasta puede que las cartas sean fractales.

Las piedras creo que también lo son.