29 de diciembre de 2012

Señales de vida

Mientras existía otra poderosa razón para mi viaje, acudía cada poco tiempo a una pequeña tienda de discos cerca del Café Comercial. Un espacio alargado, estrecho pero muy acogedor. Sólo algunas casas de discos, sólo algunos intérpretes (algo que fui averiguando con el tiempo). Pero siempre encontraba algo y luego, uno de los mayores placeres: en el café desenvolvía todo lo que me habían envuelto para mirarlo por dentro y por fuera y para impacientarme hasta llegar a un viaje largo en coche (una de las salas de audición que más disfruto).

En esa tienda conocí muchas grabaciones de Ton Koopman y supe que era uno de los grandes músicos actuales especializados en la música barroca. Pero yo buscaba a Nikolaus Harnoncourt, que no grababa con las casas de discos de la tienda acogedora, así que nunca me decidí a aceptar las versiones de Koopman (hasta que por una u otra razón me las crucé en el camino).

El viernes 22 de diciembre fui al concierto de la Orquesta y coro de la Sinfónica de Galicia dirigidos todos por Ton Koopman. No lo dudé: todo el programa era una música de celebración, sonidos para alabar el nacimiento de algo importante, para acompañar una fiesta que (en principio) surge en lugares internos. (Ojalá fuese creyente, porque entonces todavía se añadiría una dimensión a ese encuentro).

Tocaron y cantaron música de Arcangelo Corelli: el Concerto Grosso núm 8 op.6; de Bah: la Cantata núm 1; y de Mozart: el Ave Verum, K618 y la Misa de la Coronación en Do Mayor, KV 317.

Creo que estaba en la sala casi una hora antes, así que pude repetir el ritual que, en mi caso, acompaña a un concierto en directo: cerrar una a una las ventanas exteriores e ir prendiendo, una a una, las velas internas (pequeñas llamas que si te acercas te queman) para iluminar lo que, por una decisión, se ha quedado sin luz. Eso y liberar el espacio para que algo que va a venir pueda cruzarlo con la menor dificultad posible.

La orquesta y Koopman brillaron. Y en mi caso, hacía tanto tiempo que no estaba en el Auditorio que la impaciencia podía tanto como la música. Es difícil escuchar cuando las expectativas y las ganas pueden llegar a tapar parte de esas propias vías de entrada. En la escucha el vacío siempre es fértil, no hay duda.

Era música elaborada para ensalzar y Koopman me pareció que construía una arquitectura sobria con los sonidos: separó las partes, contuvo las emociones y dejó que de una manera seca y limpia cada apartado fluyera. Por momentos me parecía que intentaba acercar semejante orquesta a un pequeño conjunto de cámara, que intentaba que una sola voz, de una gran pureza, se encargase de conducir toda aquella emoción.

Corelli y Bach. Pero cuando llegó Mozart me pareció que algo cambiaba y todo fluía con mayor intensidad. El Ave Verum fue algo único, poco habitual, una luz intensa que se acercó, contenida, a cada uno de los que estábamos en la sala. Y algo parecido sucedió con la Misa en Do mayor.

Muchas cosas han cambiado, pero ahora tengo ganas de volver a entrar en aquella tienda, saludar a la mujer que conoce bien todo lo que hay en ella y dejar que un imán me acerque hasta Koopman.

Hoy, en el libro que leo un hombre le explica a su hija el momento en que está en la vida:
¿Recuerdas sus palabras? Decía, he venido a buscar señales de vida. Pues yo también he llegado a eso. Es lo que busco ahora. Pero nada apremia.