15 de enero de 2013

Cuando el mar brillaba

No reconocía a nadie. A veces intentaba enderezar la columna, aunque sin levantarse de la silla. La luz era limpia y fría, como si una gran fuente de luz blanca rebotase sobre paneles de hielo. Era el primer día que hacía sol después de tanta niebla.

Os habían dejado solos, todo el tiempo que quisierais para vosotros. Los cuidadores no lo habían dicho pero parecían quererlo decir: quédese si quiere, cuide de él. O váyase, nos da igual. Estamos fuera del mundo. Nadie existe aquí.

Cuando el avión sobrevoló Lajda pensaste que estaba a punto de cumplirse un sueño. El mar brillaba, aún quedan brillos de luz, pensaste. Aquel desvío era uno de los motivos principales del viaje, así que no era un desvío: era la diana de la memoria.

Después, hubo que esperar un gigantesco autobús que caminaba vacío: había que retroceder bastantes kilómetros hasta un terreno boscoso al borde del mar. Entre los árboles un complejo con muchos edificios pequeños que había sido una base naval. Todo era gris. Nada se mantenía en pie. Excepto los jardines, con unas plantas empeñadas en crecer en un ambiente hostil y descuidado: no parecía la vegetación de un lugar que está más allá del último círculo del mapa.

Y en aquel lugar un árbol pequeño luchaba por no soltar la raíz de un suelo que estaba congelado. Aquel iba a ser el único país que conocería aquel hombre que no reconocía a nadie y que tú habías ido a ver. Era una historia de tristeza, no había nada romántico ni viajero tras ella. Su padre, pariente cercano, había llegado a la antigua URSS tras la guerra civil y allí había tenido aquel hijo, que mientras fue consciente, no dejó de intentar establecer lazos con la familia que imaginaba en el país del que venía su padre.

Ahora, tú representabas, sentado en una silla de playa como la suya, y en aquel espacio semicongelado a pesar del sol, ese hilo familiar que él tanto había buscado. Pero no reconocía a nadie, permanecía en silencio.

De vez en cuando había algún sonido alrededor de vosotros dos. Eran los sonidos de una habitación vacía y sin muebles, sin apenas sillas, ni cuadros, ni libros, ni juegos, casi ni personas. Solo con ventanas para ver la estrecha lengua de mar que cruzaba entre Lajda y Voroncovo, un nombre que recuerdas haber leido en sobres de cartas.

Sentados frente a frente y sin poder hablar decidiste alargar la mano y tocar las suyas. No ocurrió nada pero mantuviste el contacto y hasta daba la sensación de que su piel se hacía más roja. Un rayo de luz negra, como una inmensa ternura, te atravesó. Y te animó a poner la palma de la mano sobre su cabeza, después sobre su mejilla, también sobre su oreja, su hombro y en todo su brazo. Estabas convencido de que el hilo de una araña benefactora comenzaría a ser tejido de un momento a otro y aquel hombre sentiría aquella tela como un lugar en el que descansar.

Llegar hasta allí había supuesto meses de esfuerzo antes de partir y semanas intensas cruzando el país. No sabías lo que te podías encontrar y te habías intentado preparar. Pero era imposible estar preparado. Y el calor de su piel, silenciosa, te conmovía y te apegaba a aquel hombre a quien nunca antes habías visto. Moriría en aquel lugar, bastaba algo más de invierno. También allí había una araña tejiendo.

¿Por qué no sacaban a toda aquella gente, que tampoco eran tantos, fuera? Podrían caminar por los jardines, recoger hojas de los árboles, sentir el tacto de una piedra, incluso plantar algo y esperar. ¿Por qué aquella crueldad que consistía en negar que un organismo seguía respirando cuando de pronto había agarrado tu mano con fuerza?

Ni tan siquiera hablabas aquel idioma. No había mucho que se pudiera hacer.

Pensabas algo de esto sentado en el asiento de un avión dentro del que goteaba un liquido blancuzco y viscoso desde los lugares donde deberían saltar las mascarillas en caso de accidente. No se podía hacer mucho más. Recuerdas esto en el viaje de vuelta y no sabes muy bien si ya sentiste algo parecido en la ida, cuando el mar brillaba.