8 de febrero de 2013

Existen y no dan explicaciones

Los ríos no necesitan dar explicaciones.

No encuentras una razón para aquella conexión entre lugares, pero existió.

Eran unos días de descanso en mitad del viaje. En la casa había una mesa larga y muy alta pintada de color verdoso, las paredes repletas de cuadros y frente a las ventanas la vegetación de los grandes árboles. No muy lejos el río y algunos kilómetros más allá una ciudad pequeña llena de puentes viejos.

Alrededor de la casa una pequeña selva que los dueños luchaban por controlar. Ni tan siquiera era un jardín, se parecía más a un combate entre árboles pequeños y grandes por alcanzar el tejado y buscar un poco de luz sobre las tejas oscuras. Y de paso agrietar las paredes y la tela que las cubría, de un color terroso, con una preciosa decoración asiática. No había flores pero la casa estaba repleta de ellas.

Era un pequeño refugio y tú eras su invitado. Algunas mañanas te quedabas solo en la casa y entonces todo se convertía en una ceremonia para dar calor. Dormías sobre un futón que plegabas a conciencia. Desayunabas y salías a una primavera que dejaba hielo en todas las comisuras de la casa. Todo brillaba por el frío y la luz limpia. A veces bajabas hasta el río, no más de media hora por caminos de tierra. Nunca te cruzabas con nadie. Nunca fuiste más allá.

Una mañana pediste permiso para buscar algo de música en la estantería que había en la habitación principal. Había cosas conocidas y otras nuevas para ti, recorriste los pequeños lomos de los cedés. Había el silencio de una casa abandonada a la entrada de un bosque. Y entonces lo encontraste.

Entre aquella música había un disco:
Las cantigas de Santa María, por la Schola Cantorum Basiliensis de Thomas Binkley. Un disco raro, muy antiguo, en el que entre otras voces estaba la de Montserrat Figueras. A miles de kilómetros lucía la Strela do día.

A que nunca nos mente
e nossa coita sente,
porqué a non loades?

Del pequeño aparato de música solo funcionaba la radio. Así que te sentaste frente a una de las ventanas, los brazos apoyados en la mesa alta, y con la ayuda del pequeño libreto del disco, intentaste recordar la melodía, las olas que avanzan y retroceden, de la música de Alfonso X el Sabio.

Severnaja, el río que cruza el bosque, y la memoria de unas Cantigas de alabanza compuestas siglos atrás en el país del que venías. ¿Cómo había llegado aquel disco hasta allí?

Cuando comenzaste a recitar en silencio aquellas letras, todas las vocales abiertas comenzaron a expandir su olor. Conocías perfectamente el mar y los ríos de los lugares en los que se habían escrito aquellos versos y ahora volvían a ti de una manera imprevista. Y al detenerte sentiste que el océano, el Douro y las voces portuguesas, existían y se hacían presentes. O Porto. El bisturí de la memoria lo hizo posible y sentiste que aquello podían ser ríos distintos internándose en el mismo mar, aunque donde tú estabas el agua salada estaba muy lejos.

Pero quedaban los canales subterráneos, aquellos que todo lo conectan. Los que no necesitan dar explicaciones y a la vez todo lo alimentan.

A que faz o que morre
viv', e que nos acorre
porqué a non loades?

Cerraste el disco sobre una bonita tela blanca, encima de la mesa grande. Saliste a caminar. Llegaste al pie del río y junto a los abedules había algunas barcas amarradas, el embarcadero se usaba poco, toda aquella zona se había despoblado. Te sentaste en una tabla de madera y estaba humeda. En aquel instante no sabías frente a que río estabas sentado.