24 de marzo de 2013

Aeterna

De camino al concierto escuché en la radio del coche una historia que según creo es verídica y que se recoge en la película Todas las mañanas del mundo.

Trata de Monsieur de Sainte-Colombe, un violagambista francés del siglo XVII, que tras tras la muerte de su mujer entra en un mundo de dolor y tristeza que solo consigue apaciguar con la música. Construye una cabaña en un árbol para poder tocar horas y horas, muchas veces por la noche, y así no molestar el sueño de sus dos hijas pequeñas, es su manera de evocar una presencia que ya no está. Entonces, un joven músico, Marin Marais, busca la manera de acercarse al maestro y trata de ser su alumno, de aprender y conocer algunos secretos de la música.

En mitad de la carretera, tras Les Pleurs de Monsieur de Sainte-Colombe sonó otra pieza que de alguna manera dialogaba con ella: My Lady Carey's Dompe, interpretada al clave por Rosa Rodríguez Santos.

Y desde los primeros sonidos, supe que aquella música había venido para quedarse muy cerca. Desde que empezó a sonar no se ha podido alejar ni un milímetro de la piel. Es una pieza anónima del siglo XVI que, según parece, es el lamento por la desaparición de otra mujer.

Alguien camina con su dolor sobre las teclas de un clave. Una mano insiste en una repetición casi continua mientras la otra escribe, casi improvisa, sobre los sonidos de la primera. Una obsesión y también un camino aéreo. Son sonidos con apariencia de danza, tal vez por sus repeticiones, que también recuerdan la melancolía de algunas canciones populares. Pero van más allá, sobre todo cuando el intérprete desarrolla la elegía, el dolor y el lamento que se alojan en su interior.

No se me va de la cabeza.

Cuando aparqué el coche frente a la sala de conciertos, ya casi de noche, escuché los poco más de dos minutos de My Lady Carey's Dompe una y otra vez, en un auténtico obstinato. Buscaba algo entre aquella música y cuanto más lo sentía más subía a la cabaña sobre el árbol.

Después, un concierto excepcional: Harry Christophers dirigiendo a la RFG y al coro The Sixteen, interpretando el Réquiem de Mozart además de una pieza de Haydn y el Miserere de James Macmillan.

Las voces de The Sixteen resultaron excepcionales y la emoción con la que sonó el Réquiem también lo fue. La música me pareció que cruzaba la sala en auténticas ondas de oscuridad. Mientras una parte de mi recordaba el lamento que había escuchado durante el viaje, otra parte seguía el recorrido que hay entre el Réquiem aeternam y el Lux aeterna (cuatro palabras preciosas).

Sonidos de las ausencias.

20 de marzo de 2013


19 de marzo de 2013

Carta

Lo leí y no recuerdo dónde: no basta con la lucidez.

Tal vez la lucidez se pueda parecer a la figura en algún retrato, nítida y vibrante. Pero el fondo es todo lo demás, aquello de apariencia menos luminosa pero que todo lo abarca. Y en el fondo, entre otras muchas cosas, está el juego, y es posible que en el juego nos vaya la vida. Por eso deberíamos tomárnoslo muy en serio.

Pero además, la lucidez, en el mejor de los casos, es un fragmento de luz personal que tal vez no pueda iluminar otros fondos. Y, por lo general, cuesta tanto llegar a ella que, a partir de ahí, todo serán defensas del terreno conquistado a la aridez del salitre.

Otra cosa son las ganas de jugar: presentes en el inconsciente de una especie que conoce el miedo, la lluvia, la cercanía, la soledad, el amor, el odio o la rabia. También la noche.

La lucidez no basta porque, en determinados ámbitos, siempre tiene algo de crítica excesiva. Y la hipercrítica (lo escribió Javier Gomá en el periódico) es paralizante si seca las fuentes del entusiasmo y fosiliza aquellas fuerzas creadoras que nos elevan a lo mejor.

Es casi imposible que el juego seque las fuentes del entusiasmo: subir río arriba, siempre hacia las fuentes, ¿recuerdas?.

Jugar no es difícil, lo difícil es querer jugar. Es cierto que en ese mundo interno existe más incertidumbre que fuera y es posible que permanezcan enquistados algunos miedos de la infancia, algunos olores. Todo eso puede ser cierto pero no puede paralizarnos.

Sumergidos en las voces del juego, callamos: no tenemos aliento para la palabrería mientras nos vamos moviendo sobre un fondo cambiante, intenso siempre, siempre atractivo, vivo. Vamos hacia lo mejor de nosotros.

Pensaba estas cosas,

(es una manera de decirte cuanto echo de menos jugar contigo).

17 de marzo de 2013

Tener la lámpara encendida

Hay veces en que los años parecen avanzar hacia atrás. Suelen ser horas, que a veces se alargan días, en que se vuelve a cualquiera de las edades más duras. Una de ellas la describe muy bien Tomas Tranströmer:

El invierno en que tenía quince años me cubrió una gran angustia. Fui atrapado por un reflector que proyectaba oscuridad en vez de luz. Me cubría cada tarde, cuando comenzaba a oscurecer y la angustia no aflojaba su abrazo hasta que amanecía al día siguiente. Dormía muy poco, sentado en la cama, habitualmente con un grueso libro frente a mí, leía muchos y gruesos libros por esta época, pero en realidad no puedo decir que los leía porque nada quedaba en la memoria. Los libros eran una excusa para tener la lámpara encendida.

Y hay ocasiones en que esas mismas horas extienden su luz hacia atrás y hacia delante, permitiendo que cada circunvolución de nuestra zona oscura encuentre la edad a la que de verdad pertenece (que casi nunca es la edad en que se formó). Una de esas ocasiones, a la que estoy agradecido, la viví hace poco tras ver una película documental que debería ser obligatoria para hacerse una idea de que no todo está perdido: Searching for Sugar Man, dirigido por Malik Bendjelloul.

Lo que ocurre es que, aún bajo la cercanía de esas imágenes (que no se desvanece) muchas noches leo y leo para que no haya que apagar la lámpara.