1 de mayo de 2013

Una carpeta y una colmena

Tenía los dedos gruesos y amarillentos. Pero los movía con una elegancia y una precisión que no parecían de aquellas manos.

La punta de todos los dedos estaba manchada de un polvillo verdoso, casi amarillento, finísimo, que todo lo recubría. Lo podías ver porque estabas muy cerca, a su lado en la mesa. Era casi imposible saber si te había visto, concentrado en aquel ir y venir laborioso que lo asemejaba más a un insecto bondadoso que a alguien que había luchado en una guerra y que había matado con aquellas mismas manos.

En la sala no habría más de ocho o diez personas, o pacientes, o enfermos, o gente olvidada. En uno de los laterales una mujer alta y huesuda parecía buscar una música que había olvidado entre las teclas de un piano de pared, un instrumento viejo y bastante desafinado que también ella recorría con el orden de los insectos. Tocaba unos acordes y luego se detenía, bajaba la cabeza, cerraba los ojos y pronto volvía a abrirlos, iniciaba la nueva secuencia de movimientos como si aquella vez fuese la definitiva. Pero a los segundos la música se volvía a interrumpir y a nadie parecía extrañarle.

Pensaste que todas aquellas personas aceptaban lo que ocurría día tras día en aquella sala. Y que lo mejor que podías hacer, ya que nadie te pedía nada era observar y, aunque no pudiese apreciarlo, dedicar tu atención a quien habías venido a ver.

La mesa sobre la que apoyabas los codos tenía algo de parecido al estudio de un pintor. Había un bote de metal con una cola blanca que parecía la de un carpintero y había dos o tres pinceles y una botella de plástico, cortada por la mitad, con agua. El trabajo consistía en separar minuciosamente los pétalos de todas las flores que había en un plato de aluminio y luego pegarlos en una gran hoja blanca con aquella cola casi transparente. Así, una flor tras otra, en un movimiento que por sistemático y calmado llegaba a ser hipnótico.

Una de las cuidadoras, una mujer mayor con la que te conseguiste entender, te había explicado que esa era su tarea desde hacía varios meses: recogía del suelo las flores que las plantas habían dejado caer, las guardaba y clasificaba según un orden indescifrable y luego, de alguna manera, buscaba reconstruirlas sobre un papel, aunque con otra forma y otros colores, porque las entremezclaba.

Sabías que las tareas repetitivas siempre habían sido promovidas en los psiquiátricos, en los manicomios que recogían a los deshauciados de la pobre salud mental de casi cualquier país. Habías visto como los cuidadores les encargaban trocear minuciosamente periódicos hasta reducirlos a pequeños cuadraditos de no más de un centímetro de lado. Y también habías visto como, con esa actividad, la calma parecía ir llegando a los cuerpos angustiados y sin orientación. Pero nunca habías conocido a alguien que reconstruyese flores sobre una hoja en blanco como si estuviese tejiendo una planta.

Te pareció sentir también en ti la paz que produce la repetición. Todo lo que ocurría allí recordaba algo cíclico y básico. Durante una tarde, alguien buscaba algo en el piano mientras otro alguien construía una planta. La colmena trabajaba con precisión y constancia para elaborar la mejor miel: buscar las mejores flores, libar, ir y venir y esperar, sin saberlo, que alguien recojiese el fruto de todo ese viaje aéreo. Pero aquella miel no sería recogida. Las hojas blancas ya cubiertas se acumulaban en una estantería.

Pensaste en que solo quedabas tú con interés por seguir viaje junto a aquella carpeta. Y cuando volviste a mirar sus dedos te diste cuenta que aquel polvillo verdoso que los cubría no era otra cosa que el polen de todas aquellas flores, semillas que la cola blanca había unido a la piel.