19 de junio de 2013

Esta breve luz

Cuando cruzas el puente, mientras el coche avanza sobre el vacío, giras un poco la cabeza para poder ver otro puente paralelo.

Muchos días con los párpados bajados, lanzando las manos al vacío para buscar los límites, a veces las paredes, y saber dónde estás. El tacto es más fiable.

Pero de pronto, en la librería, el Tercer libro de crónicas de Antonio Lobo Antunes. Y todo lo demás desaparece, el río se lo lleva. Al instante, como un rayo, puedes entrever que El cielo está en el fondo del mar.

Una descarga de luz que parece colocarlo todo en su lugar.
Pero hay otras: Deberían llover lágrimas cuando pesa mucho el corazón.

Una mujer está muriéndose en un hospital. Sabe que se muere, no es muy mayor. Hace un verano que os invitó un domingo a su casa a comer, al sol, bajo el viento que venía del mar. Y hoy su hijo intenta acercarse a ella y acompañarla, sin saber cómo.

Es posible que los dos estén perdidos. El océano más profundo con su oleaje de color verde oscuro. Deberían llover lágrimas cuando pesa mucho el corazón.

Hace unos días leíste unos versos de Catulo:

Los soles pueden ponerse y salir de nuevo. 
Pero para nosotros, cuando esta breve luz se ponga,
no habrá más que una noche eterna
que debe ser dormida
(los transcribe Julio Llamazares en su último libro)

Con los párpados cerrados, una mano agarra con delicadeza, con toda la fuerza posible, la sábana blanca de la cama de hospital. Nadie puede ver el gesto, no hay luz. Los párpados, bajo el peso del corazón, se cierran todavía más. Esta noche.

Ojos no transparentes, del color del musgo en los árboles antiguos. Es un título de Lobo Antunes.

Piensas en como es la luz en la oscuridad y buscas con todo el cuerpo la breve luz. Durante un instante, mientras avanzas sobre el vacío, ahora que los pasillos y las habitaciones hace horas que han apagado las luces.

1 de junio de 2013

Vivir con el enemigo

Estraste y tuviste que apretar varias veces la tecla del número 9 para que aquella especie de cápsula empezara a moverse. Había treinta y siete teclas en aquel ascensor y todas parecían vivir sin luz. El edificio más alto de la ciudad. Un pequeño rascacielos rodeado de nieve manchada con la tierra de Vorkuta.

Solo en esa larga ascensión. Nadie más, nada. Y el sonido de las poleas.

La planta nueve era amplia y tal vez luminosa. Alguien que sabía que estabas subiendo te esperaba. Las mínimas palabras y con los gestos venga conmigo.

Frente a un armario de madera que iba desde el suelo hasta el techo, frente de un cajón con caracteres que no supiste descifrar, aquel ser pálido pero sonriente se volvió para mirarte y tuviste la sensación que también con gestos quería decir aquí es.

Pensaste que el sentido más antiguo que poseemos es el olfato, así que intentaste saber algo de aquel lugar. Olía a madera, había algo cálido en aquel archivo. Abrió el gran cajón y lo sacó hacia fuera, después se volvió a mirarte como queriendo preguntar si estabas preparado.

Al no hacer nada entendió que sí. Tú no sabías si lo estabas.

Pero antes de empezar quiso acercar una mesa cuadrada y la colocó frente al gran cajón y entre vosotros dos. Lo primero que sacó fue un sobre del mismo color que la madera. Y luego todo lo demás. No era mucho.

Durante el viaje supiste que aquella caja existía, pero ni te habías imaginado frente a ella. Cuando todo estuvo sobre la mesa, sin mirarte, aquel ser respetuoso retrocedió y se alejó, es posible que quisiese decir este tiempo es suyo, también la soledad en que se va a quedar.

Abriste el sobre y sacaste un pequeño legajo de papeles manuscritos, era una caligrafía preciosa y las palabras estaban escritas en un idioma que conocías.

Vivo con mi enemigo, decía la primera hoja. Y una fecha. Salgo a la calle y ya no sé si sabré volver a casa. No quiero dejar de salir porque quiero poder regresar. Pasaste los dedos sobre las letras y la tinta se movió.

Luego una caja azul y dentro algunas fotografías, pocas. Una mujer desnuda mirando a través del cristal, la espalda en sombra, el pelo largo, parecía tranquila. No sabías quien era.

Te sentaste. Había una pequeña acuarela hecha con tanto esmero y cuidado que parecía un icono. Te hubiera gustado acercarte más y olerla, inclinarte ante ella, rezar todo lo que sabías, acariciar aquella planta dibujada junto a un mantel y una mesa tras una comida. Quizás un día feliz en el que apetecía dibujar después de comer y de beber. Dibujaba bien, seguía haciéndolo desde su indiferencia.

Había un pequeño billete de tren del país del que venías, un billete a la ciudad. Y un tosco juguete de madera. Y dentro de una caja los pétalos caídos de una planta que había florecido y entre ellos las alas de una libélula. Habrías esperado encontrar cartas, escritos, pero sobre todo había objetos.

Hacia semanas los cuidadores te habían dado una anotación suya, hablaba de una caja en la que había depositado, decía literalmente, los objetos del amor, de las historias de amor, pero no solo las que ocurren entre las mujeres y los hombres sino también las que suceden, así estaba escrito, entre las personas y las piedras.

¿Qué se podía hacer ahora con esa caja?, ¿qué se puede hacer con esas cajas? Estuviste tentado de sacar la cámara y fotografiarlo todo, pieza a pieza. Pero retrocediste a tiempo y no lo hiciste, y te alegra haberte dado cuenta que frente a lo que no se puede descifrar hay que saber callar para permanecer cerca, acercándose.

Luego un papel, doblado por la mitad, con la dirección de un hotel lejano. Y al desdoblarlo encontraste una lista de nombres para alguien que pronto va a nacer. Allí estaba tu nombre.